Si los ojos son grandes y brillantes, o pequeños, como de ratón, o separados como los de un pez. Si se abrieron al mundo adornados por bosques de pestañas o desdibujados o disparejos. Si la nariz creció más que los pies o guardó armonía con orejas, contorno y entorno, si resultó de recta finura o redonda, como rabanito.
Si la cintura mantuvo la brevedad que no sé quién dictó como apropiada, o creció rotunda para ocupar más espacio del permitido. Si la cabellera abunda y cae lustrosa sobre regios hombros, o si, esmirriada, no adorna nada y abriga poco.
Si la estatura es la aceptada ─¿quién dijo cuánto ha de medir una persona para que su estampa se considere visible?─ o si no se alcanzó. Si la piel resplandece, canela seductora, o si es opaca, del color de la ceniza. Si las piernas en peregrino paseo causan enredos por irresistibles, o evocan caricaturas de geométrica desproporción.
Si se es belleza clásica o no, si el cuerpo atrae o pasa desapercibido o abarca abrumadores espacios o si está inclinado para adelante, para un lado o para el otro.
Si hay guapura o no, es pura casualidad, señores. Cómo luce una persona es un accidente biológico, mérito exclusivo de genes que al encontrarse se revolvieron con ingenio.
Quien posee atributos de concurso, o quien carece de ellos, poco tiene que ver en cómo se dibujaron sus facciones. Tampoco es asunto suyo la forma en la que se le acomodó el cuerpo. No son para ellos las palmas o las bullas. Sus padres, en todo caso, por la suerte de mezclar bien, tuvieron algo que ver. Muy poco, el resto es obra de la Madre Naturaleza, de su capricho, de sus misterios imposibles de descifrar.
Del otro lado del espejo, en cambio, está lo que hace la diferencia. Si nuestro ingenio saca una sonrisa a quien necesita sonreír. Si con nuestra conversación ofrecemos remanso o alegría o alucinación, si nuestra mirada dispara fiestas en el ánimo.
Si nuestra forma de abrazar, de besar o de acariciar o de sostener otorga la sensación fundamental del amor, si nuestro roce dispara estrellas en la piel.
Si callamos cuando nuestro silencio es el mejor obsequio. Si no vamos por la vida como juez y jurado de conductas u omisiones, si somos conscientes de nuestra común mortalidad y de la igualdad innegable que nos une a los demás.
Si aportamos más de lo que esperamos, si comprendemos que nada es tan valioso como la lumbre que se enciende entre humanos, si celebramos la imperfección y encontramos gracia en quienes habitan nuestros mundos. Si hacemos de la aceptación nuestro mayor legado.
Si somos brazos abiertos, cálidos, incondicionales, entonces sí, tal vez podemos sentir que somos partícipes de cierto grado de extraña belleza. Quizás así, aunque innecesario, merecemos algún pequeño reconocimiento.
Quizás.

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Publicado por nicteserra
Apasionada por la literatura, las historias, la poesía especialmente. La palabra, ese maravilloso instrumento, me explica el mundo. Mi locura es escribir y, por supuesto, también leer. Tengo la certeza de que la creatividad es necesaria en todos los universos, los versos y las historias, la vida...
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