En el mismo sitio

La memoria y el tiempo han conspirado para que no me mueva de sitio. Fue ayer, pareciera, o tal vez la semana pasada. Fue hace cinco meses o hace cinco años. Fue hace dos horas. Lo cierto es que fue hace cuarenta y cinco años, casi toda la vida.

Es curioso, aquel 21 de mayo también sucedió un domingo. Hasta antes de que anocheciera, fue un domingo alegre, eso le otorgo. Pero la oscuridad traía entre manos un horror que regresa con extraños recordatorios. Vuelve sólido, lleno de líneas, de formas y sonidos, vuelve el olor del mar, la brisa y vuelven las voces, como si hubiera sido ayer. Ya lo dije.

El accidente fue el principio. Un motor que se apaga, una barra que engulle, el Océano Pacífico manoseándonos durante un tiempo con ritmo propio. Un par de horas que no terminaban. Luego la muerte, pronto, muy pronto, en medio del naufragio, tan inevitable como rotunda, sacudió a toda la familia hasta dejarnos en el silencio de quien no sabe darle sentido.

Una muerte que, con sus cuatro víctimas, regresa en las peores noches a plantear el inútil dilema. Pudo evitarse ¿Sería entonces una posibilidad? La furia responde que sí. La resignación dice que no vale la pena volver ahí. Murió él y él también y ellas también.

Tras de sí, la muerte de mi padre dejó un camino de nuevos escenarios. Cambios prácticos, sutiles consecuencias, jodidas consecuencias, una ira que sube y baja los decibeles de su ferocidad y, sobre todo, un epicentro que no sé silenciar o no quiere silenciarse: la ausencia.

Porque la muerte, espero, duró segundos. Nunca he averiguado cuánto tarda un hombre joven en ahogarse. No he querido saberlo. Albergo una compasión inmensa por mi padre en sus últimos momentos. Si sintió que se estaba muriendo sin saber si sus hijas también agonizaban o ya estaban muertas o —vaya milagro— sobrevivían, debe haberle angustiado, enloquecido, paralizado. Tal vez ni le dio tiempo. Tal vez eso lo mató.

Ah… pero la ausencia. Poderosa, elocuente, tan perversa como le permitimos —y a veces somos tan permisivos que atizamos su poder hasta doblarnos— la ausencia no abandona los días, mucho menos las noches. Las alegrías, los logros, las vicisitudes, otras pérdidas, los momentos de celebración y de júbilo, cada uno posee un fantasma que ve desde algún umbral sin poder participar. Su ausencia es la manera en la que mi padre siempre está presente.

Hasta el cansancio hemos construido conversaciones al respecto. Con mis hermanas, con mi madre, con terapistas. ¿Por qué no lo dejo ir? ¿Será necesario seguir hablándole, escribirlo, escribirle? ¿Por qué aún duele? Es un dolor que se deja domar a veces y que doblega otras.

La memoria y el tiempo han ocupado mis grandes territorios. Ella tiene la misión de no permitir que olvide, él ha obviado su paso en esos sitios. Para el tiempo interno de mis historias más íntimas, todavía soy la niña de nueve años que, asustada, sugirió a su padre que bajáramos de la lancha.

La memoria casi lo devuelve hoy a la vida. El santuario en el que resguardo su imagen y lo que creo era su voz, hoy se ilumina. También es domingo, uno tan dueño de aquel acontecimiento que borra cuarenta y cinco años sin miramiento. Un parpadeo basta. El tiempo continúa en suspenso. No me muevo de sitio.

Cierro los ojos y te veo, papa. Te veo vivo.

Por eso volvemos

Los sucesos de la felicidad que poblaron la infancia son dueños de una fuerza inmensa, casi indestructible. Quizás se deba a que cuando somos niños, la cotidianeidad está marcada por el constante asombro.

El dolor, una posibilidad que no terminamos de digerir. De pronto queda grande, en pausa. Pendiente de hacer lo suyo cuando caduca la inocencia.

Por eso volvemos. A lugares, a recuerdos, a los sabores, a personas. Sobre todo a las personas, a los otros niños, a los pequeños de entonces.

Talón de Aquiles

Un video tropieza con mis ojos, corre la cortina, los desgarra. La función recuerdo del móvil no conoce el Talón de Aquiles de la memoria.

Ver nuestro baile flamenco es más que volver a un tiempo que jamás encontrará la ruta a este presente. Es sentir el cuerpo roto por añorarse a él mismo, es vibrar de añoranza.

Días del 2019, días que se sienten como un viejo siglo. Tal parece que la Pandemia tendió un puente de longitud desproporcionada, tres años se instalan como décadas de hierro.

No pretendía encontrarme así, feliz y vigorosa, con castañuelas en las manos y aves en la sangre.

¿Cómo iba yo a buscar semejante confrontación? ¿Cómo, el movimiento de la nostalgia? Si conozco hasta el corazón de las entrañas los estragos de la pérdida.

Puras palabras

Tras una vida de incesante intento
después de días y noches
y meses

y años, tantos años
de escribir
en silencio, en tinieblas
en medio de todos los fuegos

de escribir y escribir
para aprender a escribir

después de tanta jornada
en tinta o pantalla
de mis heridas manan puras palabras.

Mi mente sin voz
es una llaga
por siempre abierta
por siempre húmeda

Mi sangre,
un violento afluente de lenguaje
en busca de respuestas.

Las quimeras que encienden
las mejores luces
también guardan abecedarios

en la incandescencia
de su entraña
se gestan los versos esperanzados.

La imaginación como asidero

La imaginación ha sido fundamental para llegar a términos con la condición irreversible de su ausencia. Imagino, por ejemplo, que no sufrió, que no la vio llegar, que la muerte se le metió en el cuerpo sin romperlo.

Imagino que no fue imprudencia, que llevábamos suficientes salvavidas en la lancha, que desconocíamos los desaciertos del motor.

Imagino que la oscuridad y la violencia del mar fueron infinitos, poderosos, superiores a la fragilidad humana. Nada podíamos hacer.

A veces, la imaginación es inocente, colosal. Confía en su regreso o en algún reencuentro maravilloso. Se deja llevar por la fantasía.

Otras es ácida, permite que amargos pensamientos se filtren cuando la serenidad se hace precaria. En esas ocasiones hace mucho daño.

En todo caso, el mejor regalo que otorga la imaginación es hacer mancuerna con la memoria. Juntas, empujadas por un amor que no sabe morir, lo mantienen cercano, habitante de una dimensión atemporal, en un espacio difícil de comprender.

La imaginación me mantiene a flote, da vida a mi padre en misteriosos planos. Por eso la cuido con esmero.

Soltar sin abatimiento

Agradecemos la franqueza del espejo, su elocuencia, la manera en la que conspira con los focos. Un pudor nuevo impide salir del pequeño vestidor.

Con una sensación de dulce derrota rozamos las prendas, las acariciamos como si se tratara de una despedida definitiva.

Sobre un cuerpo que se encoge sobre sí mismo para alinearse con la verdad de su cronología, aún medio puestas, las vibrantes y preciosas y exuberantes piezas de tela dan la razón al espejo.

Comprar un bikini de pronto se convierte en imposible anhelo, el más absurdo. Las décadas pesan tanto que las dos piezas no pueden con ellas.

Las mujeres de variadas edades, una dentro de otra, dentro de la otra, finalmente se ponen de acuerdo. La versión más joven, una adolescente de dieciocho años que se oponía a esta particular rendición, acepta la realidad.

Cincuenta y varios son muchos para acomodarlos dentro de las dos coquetas piezas.

Nos despedimos en paz, para siempre. Llegó el momento de la calzoneta con poderes mágicos. Dentro de ultramodernas fibras sostiene resmas de tiempo, con tecnológica presión abraza lo que del cuerpo se derrama sin miramientos. El franco espejo lo confirma.

La libertad tiene la bondad de manifestarse de misteriosas maneras. Soltar sin abatimiento la posibilidad de vestir bikini es una de las más cordiales.

Fundacional

El taller fundacional de la escritura empezó temprano. En un atropellado principio, después del primer final. El impulso de escribir nació porque un pozo de interrogantes me crecía dentro rápidamente, en los pensamientos, en la mirada, en el cuerpo mismo.

No cumplía aun los diez años.

Empecé a escribir porque quería respuestas. Era una muchachita desconcertada, una niña de pocos años con su desmedida curiosidad inflamada por la tragedia.

Cavé el pozo con manos agrietadas, golpeada por manosear sin recato la tristeza. Lo multipliqué además por marinar un enojo silente que se me instaló en la habitación de las preguntas.

La prematura invasión de la muerte a la alegre vida de los primeros años fue el epicentro de los interrogatorios. También la orfandad. Esta me consumió. Verlo muerto despertó mi afán de palabras. Si me descuido la orfandad vuelve a consumirme. Muere de nuevo mi padre. Muere una y otra vez. La amargura de la orfandad se convierte en una condición permanente.

Leer y escribir fueron los asideros, el lugar seguro, la buena soledad. Aún lo son. Tanto lo son que la vida no me sucede sin la palabra escrita.

El enojo era como un fantasma. Una presencia que debía ocultar. Mostrarlo me traía problemas, como si lidiar con su afrenta no fuera suficiente asfixia. Nos educaban en la cristiana resignación, una sensación que aunque buscara sin cesar jamás encontraría. Han transcurrido más de cuarenta años y no hemos coincidido ella y yo.

Manifestar la ira hacia el creador daba cuerda a discursos con apaciguadoras intenciones. Mi abuela. Las tías. Cierta cocinera. La maestra de moral y urbanidad. La otra maestra. La otra abuela. Nunca jamás un hombre. Mi abuelo otorgaba rienda suelta a su propia agonía. El hijo muerto fue su llaga vitalicia. La libertad masculina es ilimitada.

Mi madre, a quien tampoco se le daba bien el rol de devota sumisión, lo intentaba vagamente. Me hablaba sin lograr lo que sea que buscaba con la canción del ángel que, desde que se ahogó el hombre que fue mi padre, velaba por nosotras desde un cielo. Me parecía entonces un lugar inalcanzable, de una lejanía tan cruel, que no me servían ni el lugar ni la canción ni su condición de ángel.

¿Mi madre? No, ella sostenía furias mayores. ¿Cómo iba a convencer a las hijas? Ella misma era una iracunda en pena.

Escribir cartas o poesías, como llamaba a los intentos de poema, escribir el diario con candadito, escribir en los cuadernos del colegio o en la libreta de la cocina. Escribir aliviaba. Escribir amansaba. Al escribir respiraba. Escribir era otra manera de llorar.

La adolescencia me pilló en el mismo caldillo. Llegó con un sólido acopio de despertares. Todos y cada uno prendieron sus llamas ignorando mi duelo perenne. Agitaron mi cuerpo, transformaron el entendimiento. Las caderas tomaron posesión de un espacio antes ajeno. La cintura asumió su poderosa brevedad, el vientre, su condición cíclica, los senos, discretos pero completos se colmaron de sensaciones. La mente se convirtió en una fiera compleja, una criatura hambrienta de conocimiento. La mirada al mundo se agudizó.

Cada uno de los despertares invitó a las palabras. La rebelión ante la muerte no abandonó del todo los afanes, más bien, se convirtió en una actitud sutil. Se leía su furia entre lineas.

“Me convertí en mujer, Padre. Tú ni te enteras.”

Fue el lenguaje con su riqueza y estructura el vehículo del alivio. Las palabras se movían sin cesar dentro de la factoría de ideas en la que se convirtió mi cerebro; tanto, que aprendí a desbocarlas sin tregua sobre el papel para dar respiro a la mente. O al corazón, a veces se traslapan.

Escribir fue el fuete con el que poco a poco domé la amargura de mi orfandad perpetua. Al escribir otorgaba licencia a las felicidades púberes para que endulzaran el descubrimiento. Conocí el amor. Escribí sobre el amor. Exploré océanos de libros. Escribí acerca de ellos. Aprendí a disfrutar la cotidianidad. Escribí sobre el descubrimiento de cada nuevo gozo.

No encontré respuestas a las preguntas que se pudrían en el pozo que cavé cuando me abofeteó la tristeza. Sin embargo, formulaba nuevos cuestionamientos, dudas distintas que se alejaban de la universal pregunta sobre la muerte a destiempo. Me entretuve con los descubrimientos de la vida adulta. Leía con voracidad, como si la vida dependiera de ello. Escribía sin tregua.

Cada texto era un exorcismo. Cada libro leído un escalón hacia la salida. Y aunque continúo exorcizando iras y dolores, los originales y los que la vida ha colocado aquí y allá, el cambio de preguntas ha sido una sana medida. La huérfana aprendió a saborear la miel de la experiencia, a leerla, a escribirla. Así como las palabras ordenan con compasión el drama del duelo, potencian estupendamente los placeres.

El taller fundacional continúa educándome en el oficio escritor. No claudica. El rechazo a la resignación por su muerte permanece intacto, musculoso. Pero no es lo único que poseo. No rige ni paraliza.

He conocido el éxtasis de la inspiración. La curiosidad natural aprendió a expandirse, articula dudas nuevas, su apetito es un extraño pero exquisito método creativo. Saciarlo constituye una aventura de varios rostros, escribir es uno de ellos, casi tan trascendental como leer.

Tribal

Lo nuestro es tribal, es sangre y es historia. Somos eslabones en el tiempo, una cadena de mujeres que ha atravesado siglos y poblado tierras desde una lejanía que no conocemos pero sí sentimos. Nuestra abuela late en las memorias, cada una la guarda de acuerdo a su historia personal, todas con la amorosa devoción de nuestra historia colectiva.

Asoman las bisabuelas, una que conocemos únicamente a través de su leyenda de mujer en perpetua acción, dueña de afanes grandes, madre de hombres. Otra a la que recordamos como pajarita que fue quedándose dormida en las cobijas del tiempo, hasta que dejó de despertar.

Antes de ellas sus madres, las madres de sus madres y las otras madres.

Cuánto me gustaría conocer las historias de las antepasadas que caminan nuestra sangre.

Un collar de mujeres, nuestra familia, una tribu en la que dejamos la vida si es preciso, cuidando unas de otras.

Sin esclusas

Acuático, un río fluido, plácido, vertiente de mansedumbre. Su corriente, una avanzada en armonía, se desliza siempre en la misma dirección, la de los últimos siglos.

Su cadencia, un vals en sincronía con la naturaleza de un sereno andar.

Pero la marea cambia, se transforma como nunca. Pelea sobre sí misma, se pierde, se confunde, nada en sentidos opuestos al mismo tiempo. Se ha cubierto de dolor.

Y es que el corazón humano a veces se desordena. Se le entristecen y desorientan los destinos y los deseos. Se inunda de lágrimas, de heridas que no aprende a ignorar y, como milagro imposible, de sueños nuevos.

El amor y el alma, del hombre o de la mujer, son misterio, son pluviales.

Tarde o temprano crecen, se desbordan sin esclusas capaces de sostener la huida.

De inicios, finales y ciclos

Nuevo inicio. Después de 24 años en el mismo lugar y con la misma gente, empiezo el ritual del ejercicio en un sitio nuevo.

El primer día que fui a World Gym, en octubre del 97, mi Saltamontes iba en porta bebé. Yo tenía 28 años, 2 peques, un trabajo en el que aun continúo y necesidad visceral de agitar el cuerpo.

New beginnings are always wonderful, dice mi sabio. Le creo.

Fueron 24 años de erigir disciplina, de cultivar amistades profundas, de retarme y disfrutar.

Era más que un espacio con máquinas y clases. Era una comunidad. Un lugar seguro en donde transformábamos penas y dificultades, desencuentros o silencios, en un propósito.

El cuerpo es vehículo para sanar el interior.

Ese enunciado es quizás la mayor enseñanza que el hábito del ejercicio ha dejado en nuestra conciencia.

Infortunios agitaron el tiempo. Un accidente que fracturó mi rostro con cínica creatividad, enfermedades de los peques, desafíos laborales y personales.

Pausas breves, jamás un retiro.

Fue el gimnasio quien se retiró. El sábado me despedí, el lunes cerró sus puertas. El martes empezó su desaparición.

Ciclos se cierran para abrir puertas a otros. Y en medio de la transición, doy un paseo en reversa cronológica. Busco a la joven, a su bebé y a su hijo ciclón de 3 años.

Veo su mirada al mundo, la ingenuidad que la conducía por la vida y por los sueños, su ánimo peligrosamente juvenil.

La veo algún tiempo después, corriendo desaforada en la banda, más clara de lo que sí y lo que no. Un poco rebelde en su fuero interno, inmersa en laberintos, coleccionando lustros.

De ella también me despido.