Habrá una vacación. Sucederá en pocos días. Una vacación en un lugar de calor, de sol, en un paraíso de playa y mar turquesa. Aclaro que así reza la publicidad, aún no conozco. No he estado ni remotamente cerca.
Serán seis días de veraneo, un veraneo como hace mucho no disfrutamos. Hace tanto, que una alegría juvenil impregna inesperadamente el ambiente. ¿Cuánto hace que no me siento así? ¿Quince años? El ímpetu juvenil, tan inesperado como absurdo me arrastró con poderes hipnóticos a gastar la tarde y una plata haciendo compras.
El pronóstico del clima amenaza con ardores y calores. El sol será intenso, el mar se alineará y la idea es sacarle partida a eso que tan pocas veces podemos experimentar. Descansar en la playa. Con este vaticinio climático, térmico y con el privilegio de unos días para aprovecharlos sin macabras angustias, entré a la tienda decidida a romper aquella promesa.
En aquella promesa que no recuerdo cuándo ni por qué ni dónde exactamente proclamé al viento para que solo yo escuchara, sentencié a sangre y lodo que en esta vida mía el bikini era asunto del pasado. Ni la edad, ni el ánimo, ni los escasos escenarios eran apropiados para llevarlos puestos. El cuerpo, por su puesto tampoco. Ya hubo suficientes años para permitir que el sol dorara mi barriga. Y la he cumplido. Ha sido un promesa bien honrada.
¿Qué pasó? Pues que vi las fotos de la playa que conoceré y se me antojó como a la niña se le antoja el algodón de azúcar, tumbarme en la arena con el ombligo retando al sol. Así de simple. No para caminar a la orilla del mar, ni para tomar fotografías —¡para nada las fotografías!—, tampoco para rebelarme ante la realidad de mi figura y la contundencia de mis años. Se me antojó porque hace mucho que no me tiro como lagartija ociosa dejando las prisas del mundo del otro lado del océano.
Entro en la tienda. Veo la variedad, la iluminación, la sofisticación, Veo a vendedores obscenamente jovencitas, casi niñas. Me dejo atender. Descubro que el precio de dimensiones futuristas es por pieza, no por traje completo. Pronto iremos a pagar por un par de zapatos un precio por el del pie derecho y otro por el del izquierdo. En los bikinis el futuro está aquí.Compras la parte de abajo y, si quieres, también la de arriba. Tal parece que algunas veces la cobertura de las vergüenzas superiores es electiva. Para libertades, la soberana libertad de hacer lo que venga en gana.
Escojo algunas piezas. Entro en el vestidorcito, un minúsculo tubito cubierto por una cortina. En el fondo, el espejo de rigor. Empiezo. Las décadas en las tendencias de diseño han fomentado la economía en las telas. Un triangulo cortado con pericia y exactitud con menos tela que la de una servilleta debe bastar para cubrir las sentaderas. Cuentas y canutos adornan los cordones, los colores son una monada. Hay variedad y belleza en el diseño, sin duda.
Hasta ahí todo bien. La paradoja es el tiempo, la convincente forma en la que nos hace amoldarnos y la gana puntual de retar al sol. En cuestión de veinte años todo ha cambiado. Cambia el cuerpo, cambia la forma en la que se relaciona con el mundo, cambia sobretodo el interior y cambia el autoconcepto. Por no repetir que cambia la cantidad de tela destinada a cubrirnos.
Lo curioso es que ni el peso de ni la forma de mi cuerpo han cambiado mayor cosa. El tiempo les ha dado lo suyo, lecciones y pruebas, pero en donde se ha estampado con toda furia es en la piel. Ella es la que acusa las décadas. Ella es quien ha absorbido lo que los años impregnan en la vida de una mujer. Es un espejo, la piel del abdomen. Una sentencia, la contadora de las intensas historias.
Una a una, pruebo todas las piezas. Procuro no atender a la elocuencia de la piel, trato de creerle a la señorita que, con tal de hacer la venta, me miente belleza donde no la hay. Lo que poco a poco voy encontrando es dignidad y desparpajo. Reconozco cada año en cada hueso, cada década en todos los palmos de piel avejentada, celebro mi transformación cronológica congruente con la edad que sostienen mis hombros.
Acepto que más allá de verme bien, busco sentirme bien. Quiero ser una señora de más de cincuenta años feliz por poder bañar la barriga con chorros de dorado solecito. Serena con su lugar en los misterios del tiempo, contenta por dejarse llevar por la ilusión vacacionera. A gusto con su abdomen plagado de madurez y flacidez. Esperanzada en que regresará morenita.
Termino de probarme las piezas elegidas. Escojo dos, las que, me parece, serán del agrado del sol. Por lo demás, la única observación que acepto es la mía, la opinión íntima y personal. La acepto no sin antes hacer un trabajito de no juicio y no queja. Ella acepta. Sin embargo, dicta que muy emocionante para esta ocasión aventurara pero sí, toca hacer conciencia. Este sí será el último, aunque no sé si escribir los últimos, no sé. Fueron varios los que me gustaron.
Mañana pensaré que lo de hoy es un disparate.
Y es posible, muy posible. Pero habemus bikini.