Un último bikini

Habrá una vacación. Sucederá en pocos días. Una vacación en un lugar de calor, de sol, en un paraíso de playa y mar turquesa. Aclaro que así reza la publicidad, aún no conozco. No he estado ni remotamente cerca.

Serán seis días de veraneo, un veraneo como hace mucho no disfrutamos. Hace tanto, que una alegría juvenil impregna inesperadamente el ambiente. ¿Cuánto hace que no me siento así? ¿Quince años? El ímpetu juvenil, tan inesperado como absurdo me arrastró con poderes hipnóticos a gastar la tarde y una plata haciendo compras.

El pronóstico del clima amenaza con ardores y calores. El sol será intenso, el mar se alineará y la idea es sacarle partida a eso que tan pocas veces podemos experimentar. Descansar en la playa. Con este vaticinio climático, térmico y con el privilegio de unos días para aprovecharlos sin macabras angustias, entré a la tienda decidida a romper aquella promesa.

En aquella promesa que no recuerdo cuándo ni por qué ni dónde exactamente proclamé al viento para que solo yo escuchara, sentencié a sangre y lodo que en esta vida mía el bikini era asunto del pasado. Ni la edad, ni el ánimo, ni los escasos escenarios eran apropiados para llevarlos puestos. El cuerpo, por su puesto tampoco. Ya hubo suficientes años para permitir que el sol dorara mi barriga. Y la he cumplido. Ha sido un promesa bien honrada.

¿Qué pasó? Pues que vi las fotos de la playa que conoceré y se me antojó como a la niña se le antoja el algodón de azúcar, tumbarme en la arena con el ombligo retando al sol. Así de simple. No para caminar a la orilla del mar, ni para tomar fotografías —¡para nada las fotografías!—, tampoco para rebelarme ante la realidad de mi figura y la contundencia de mis años. Se me antojó porque hace mucho que no me tiro como lagartija ociosa dejando las prisas del mundo del otro lado del océano.

Entro en la tienda. Veo la variedad, la iluminación, la sofisticación, Veo a vendedores obscenamente jovencitas, casi niñas. Me dejo atender. Descubro que el precio de dimensiones futuristas es por pieza, no por traje completo. Pronto iremos a pagar por un par de zapatos un precio por el del pie derecho y otro por el del izquierdo. En los bikinis el futuro está aquí.Compras la parte de abajo y, si quieres, también la de arriba. Tal parece que algunas veces la cobertura de las vergüenzas superiores es electiva. Para libertades, la soberana libertad de hacer lo que venga en gana.

Escojo algunas piezas. Entro en el vestidorcito, un minúsculo tubito cubierto por una cortina. En el fondo, el espejo de rigor. Empiezo. Las décadas en las tendencias de diseño han fomentado la economía en las telas. Un triangulo cortado con pericia y exactitud con menos tela que la de una servilleta debe bastar para cubrir las sentaderas. Cuentas y canutos adornan los cordones, los colores son una monada. Hay variedad y belleza en el diseño, sin duda.

Hasta ahí todo bien. La paradoja es el tiempo, la convincente forma en la que nos hace amoldarnos y la gana puntual de retar al sol. En cuestión de veinte años todo ha cambiado. Cambia el cuerpo, cambia la forma en la que se relaciona con el mundo, cambia sobretodo el interior y cambia el autoconcepto. Por no repetir que cambia la cantidad de tela destinada a cubrirnos.

Lo curioso es que ni el peso de ni la forma de mi cuerpo han cambiado mayor cosa. El tiempo les ha dado lo suyo, lecciones y pruebas, pero en donde se ha estampado con toda furia es en la piel. Ella es la que acusa las décadas. Ella es quien ha absorbido lo que los años impregnan en la vida de una mujer. Es un espejo, la piel del abdomen. Una sentencia, la contadora de las intensas historias.

Una a una, pruebo todas las piezas. Procuro no atender a la elocuencia de la piel, trato de creerle a la señorita que, con tal de hacer la venta, me miente belleza donde no la hay. Lo que poco a poco voy encontrando es dignidad y desparpajo. Reconozco cada año en cada hueso, cada década en todos los palmos de piel avejentada, celebro mi transformación cronológica congruente con la edad que sostienen mis hombros.

Acepto que más allá de verme bien, busco sentirme bien. Quiero ser una señora de más de cincuenta años feliz por poder bañar la barriga con chorros de dorado solecito. Serena con su lugar en los misterios del tiempo, contenta por dejarse llevar por la ilusión vacacionera. A gusto con su abdomen plagado de madurez y flacidez. Esperanzada en que regresará morenita.

Termino de probarme las piezas elegidas. Escojo dos, las que, me parece, serán del agrado del sol. Por lo demás, la única observación que acepto es la mía, la opinión íntima y personal. La acepto no sin antes hacer un trabajito de no juicio y no queja. Ella acepta. Sin embargo, dicta que muy emocionante para esta ocasión aventurara pero sí, toca hacer conciencia. Este sí será el último, aunque no sé si escribir los últimos, no sé. Fueron varios los que me gustaron.

Mañana pensaré que lo de hoy es un disparate.

Y es posible, muy posible. Pero habemus bikini.

Un cariño a prueba de todo

La primera vez que me lo dijo era niña, una niña todavía asustada. El accidente en el que había muerto mi papá era relativamente reciente, aunque en realidad no recuerdo exactamente cuánto había transcurrido. El tiempo entonces rodaba de extrañas maneras.

-Me la regaló tu papá -dijo -y nos la vamos a tomar para tus quince años.

Mi tío Bolish se refería a una botella de tequila que mi papá le había traído de México. Era una botella que para mi absoluta fascinación tenía un gusanito reposando en el fondo.

Fue una tarde de sábado, en la sala de su casa, en Mixco. La botella estaba en una repisa, frente a, lo que según recuerdo, era su bar. Estábamos todos sentados platicando, algunos de los niños, mis abuelos, mi mamá y mi tía. De aquella tarde recuerdo con toda claridad la sensación de absoluta pertenencia, de ser familia, una sensación que gracias a él y mis abuelos y mi tía solo se multiplicó con el paso del tiempo.

Bolish era el segundo de los tres hijos que tuvieron mis abuelos, el segundo de los Serra Barillas. Mi papá, su hermano pequeño, falleció demasiado joven. Su muerte supuso una tragedia para sus padres y hermanos, para mi mamá y para las cuatro hijas que le sobrevivimos. Y la padecimos y superamos unidos, sostenidos por el amoroso andamiaje familiar que construyeron nuestros adultos.

Desde entonces hasta hoy, en medio de todos los cambios y a pesar de su ausencia, la familia Serra tuvo la capacidad de cobijarnos, sostenernos, apoyarnos y cuidarnos con un amor profundo y constante y genuino. Bolish fue espectacularmente cercano. Fue amoroso y presente. Con franca transparencia nos hacía sentir amadas, verdaderamente amadas. Junto a Mirtha, nuestra tía, tejieron una relación de tíos-sobrinas a prueba de todo. Siempre estuvo presente en nuestros asuntos, en las buenas y en las malas, siempre. Bolish cultivó un vínculo extraordinario con mi mamá y con nosotras. Aprendimos a quererlo con intensidad y gratitud.

Su partida implica un duelo profundo con distintas aristas. Lo queríamos tanto pero tanto. Nos dio tanto pero tanto.

Bolish era el último sobreviviente de los Serra Barillas, el último eslabón directo que nos conectaba con el núcleo familiar de mi papá. Su muerte cierra el ciclo universal del paso de una familia por la vida terrenal. La suya, una familia extraordinaria.

Todos estos días, desde el momento en que mi primo dio la noticia de su fallecimiento, su presencia en el pensamiento ha sido intensa. Un carrusel de recuerdos fragmentados emerge desde el centro de la memoria. Mucho se desata. Con el corazón aún en temblores no encuentro lenguaje preciso para describir tanto sentimiento.

Bolish fue un tío espectacular, dueño de una bondad insobornable, cariñoso y adorable. Chistoso en sus mejores épocas, antes de que la larga enfermedad lo abatiera. Pero a pesar de las dificultades que durante años deterioraron su salud, siempre lo sentimos cerca. Su cariño y presencia han sido sólida constante a lo largo de nuestras vidas. Es una sensación casi mística.

Fue ejemplo de trabajo y emprendimiento, un hijo protector y comprometido, el ángel guardián de mi abuela, especialmente después de la partida de mi abuelo. Un hombre de familia, amoroso padre y esposo. La misión familia Bolish y Mirtha la lograron con sobresaliente. Basta con observar a sus hijos y sus familias, a sus nietos, basta con apreciar la saludable dinámica que les rige.

Si hace tantos años él prometió a su hermano muerto amar y cuidar a sus sobrinas, ahora que están juntos, puede decirle que la cumplió con creces.

Qué afortunados fuimos todos por tener a Bolish, qué regalo de vida es llevar una sangre tan amorosa y comprometida como la suya, qué bendición pertenecer a su familia. Qué maravilloso es ser descendiente del núcleo Serra Barillas.

Con su muerte deja un vacío, cierra un ciclo, sí, pero también el ejemplo para continuar. Deja un legado y el regalo de un vínculo de cariño incondicional con mi tía y mis primos, con sus familias.

No llegamos a brindar con aquel tequila del gusano, pero la vida nos dio la oportunidad de brindar muchas veces, de celebrar la vida de tantas formas, de construir momentos.

Descanse en paz, querido Bolish, gracias por tanto. Su memoria, su risa y su mirada tan dulce permanecerán en nuestros corazones por el resto de los días.

Sin autorización

“Es que una no debe hacer lo que a una no le gusta que le hagan.”

La madre del padre de mis hijos respondió desde su lugar en el tiempo y en la vida. Lo dijo con autoridad, como si con ese tono y esa cadencia pudiera cerrar puertas a la posibilidad de otra respuesta. Hablábamos de escribir, de los temas en la escritura, de la perversidad de publicar. De mi perverso anhelo de publicar lo que escribo.

Muchas respuestas brotaron con violencia, al mismo tiempo. Todo en mí era pura respuesta. Formaron pelotones en la punta de mi lengua, murieron antes de convertirse en palabras.

¿Cómo le explicas a la generación anterior, a su condición de recato, que escribir no es un ejercicio que gira alrededor de la pareja, de la familia o de nadie, ni siquiera de quien escribe? ¿Por dónde empezarías? Si para ellas y ellos y los que les antecedieron, si incluso para algunos de nuestra misma generación, toda intención o acción tiene como ombligo al otro. Sobre todo si se trata de las mujeres. La tradición acarrea condenas decimonónicas.

Las mujeres de esa estirpe van por la vida caminando sobre cáscaras de huevo. Cuidando lo que dicen, lo que hacen, lo que sueñan. Lo que piensan, cómo visten. Y si escriben, lo que escriben. Mejor si no lo hacen. Viven bajo el acecho de una sinuosa campaña de censura, un filtro perpetuo que tamiza lo que a él ha de agradarle o parecerle. Viven con miras a la completa autorización del cónyuge. Fallar supone un precio que duele.

“Es lo que toca.”

La conversación sucedió hace más de diez años pero por las ingratas maneras en las que ciertos cabreos se instalan en nuestro centro, escucho sus palabras con frecuencia ridícula. Reconozco con admiración que esas generaciones de mujeres poseían y poseen temple supremo y vocación de mártires. ¿Cuánta energía requiere ir por la vida con la misión de jamás incomodar al otro? ¿De cuánto se han privado? Editar al propio ser es una tarea titánica. Esas mujeres son titanes. Mutiladas pero titanes.

Desde que aprendí el abecedario, escribir ha sido esencial. Las palabras son oxígeno y gozo, camino y destino. Cada texto, no importa el resultado, me concede placer, una particular felicidad. A veces, el gozo es tanto que cruza fronteras, migra del plano mental al físico. Enciende mi cuerpo. Convoca risa, llanto y rubores que ruborizan. Escribir ha sido el mejor recurso para encontrar serenidad, para ser yo misma.

Escribir me define casi tanto como leer. Escribir salva, se ha dicho. A mí me mantiene viva en un lugar solitario y luminoso. Sin embargo, en ocasiones, he permitido que la camisa de fuerza de la convención me amarre.

Ordeno archivos en mi computadora. Es enero y no quiero postergarlo más. En este afán tropiezo con más carpetas de las que tenía inventariadas en la memoria. Son bóvedas que resguardan relatos, textos indefinibles, ensayos e intentos poéticos. Es una cantidad asombrosa. Seguramente, algunos se repiten con ciertas modificaciones u otro nombre. El disco de mi computadora padece por un pesado acopio de retazos literarios. Incluso, el principio de una novela fallida levanta tímida la mano desde una carpeta identificada como 2018 tal vez novela. Qué tontería, para borrarla.

Muy pocos de estos relatos han sido publicados. Fuera de la dificultad que representa publicar en un país como el nuestro, el inconveniente, creo, ha sido una combinación de inseguridad con cobardía crónica. Muchos de los textos son crudos, oscuros, algunos salpicados de erotismo, otros de sangre, muchos de denuncia, casi todos de dolor. Una multiplicación de demonios iluminados afloran en las frases, como si al escribirlos su fruición macabra me hubiera poseído.

Los otros textos, los menos, poseen una ingenuidad que dejé perdida hace tiempo. Por lo mismo, al leerlos no puedo evitar vislumbrar una distancia espinada entre quien soy y quien fui al escribirlos. El hastío es capaz de cavar cañones.

La cobardía crónica impide que asuma lo que procede y lo intente. La vida se dio tanta prisa que hoy, con cincuenta y varios años encima siento que lo mío está fuera de lugar. Yo estoy fuera de lugar. Pensándolo bien, no se trata solo de cobardía, porque el precio de incomodar a estas alturas es inexistente. Predomina un cansancio anguloso, espeso. Un agotamiento que me invita a llorar.

No he dejado de escribir, aunque reconozco que no lo hago como antes. No con la frecuencia, ímpetu y euforia con la que dedicaba horas de horas, casi siempre de noche, a redactar cuentos. En cuanto a la poesía, una barrera como humareda se ha instalado entre ella y yo. Ha sido tanto el desencanto en tantos aspectos que la fuente tiende a secarse.

La sentencia que esa buena mujer soltó en mi aire para quedarse instalada, sin que fuera su intención, hoy pega de gritos. Sin consciencia, traicioné mi apasionado gozo. Hubo un tiempo en el que soñé con la perversidad de publicar. No pensaba en otra cosa. Publicar puede ser una osadía que en nuestro entorno de caminos de cáscara de huevo, que para mi generación siglo XX maniatada por tantas normas, muchos ven como extravagancia casi arrogante. Aún así, no hago las paces con el hecho de que no intenté lo suficiente. Soy incompleta. Y planteo preguntas.

¿Si escribir siempre me ha dado la vida, porque permito que me suceda esta muerte?

Un año ajeno

Durante cuatro horas más o menos estuve librando una batalla tecnológica con cierta aplicación. El de hoy ha sido un domingo atravesado. Los planes originales se hicieron polvo y colocaron al ánimo en un incómodo lugar. Las horas de batalla son consecuencia de una espera que no termina. Alguien querido padece y no podemos hacer mucho. Aguardar sin movernos. Sin hacer nada. Mantenernos atentos, cerca. Esperar a que los médicos giren instrucciones. Estar en disposición de llamada. Nada qué hacer, ya lo he dicho.

Entiendo que no es de extrema gravedad y para no medir cuánto se han roto los planes me dispongo a experimentar con la enemiga aplicación y sus sofisticadas armas . La utilizo para resumir cómo este año ha atropellado lo que de él se esperaba. Sus meses llegaron uno tras otro tropezando entre sí. Cada uno supuso una carga de demanda laboral sin precedentes. Cada uno trajo más de dos desencuentros personales armados con tal intensidad que aún no sé cómo he salido de ellos cuerda y de pie. La mayoría se me antojan innecesarios, producto del estado del alarma que la carga cotidiana disparaba y continúa disparando.

El 31 de diciembre me preguntaré cuánto he envejecido, cuánto la piel, las vísceras, la vista, cómo la risa. Siento roto el cuerpo. La imaginación se ve malherida, el anhelo de escribir amordazado por lo que un mundo impaciente reclama.

Se añora en cada rincón del ser el contacto con el arte, con la palabra y los amigos de la palabra, se extraña el universo creativo. La paradoja de todo esto es que cuanto más exigente se presenta la obligación ccotidiana más necesidad de desahogo surge. Y el desahogo significa escribir, narrar, publicar.

Porque al final del día, es en el lugar feliz en donde el alma se restaura, y mi lugar feliz son las palabras, los poemas, los relatos. Cada uno de aquellos que verían la luz durante el año que pronto termina murieron antes de verla.

Quizás, prefiero pensar, los textos aguardan en un letargo silencioso, aguardan a que el tiempo llegue con otras vestiduras, con otro rostro, con comprensión en sus esquinas. Aguardan a que las voces cambien su estruendo por parsimonia, aguardan otro matiz y nuevas formas de iluminación.

Durante seis días de cada semana, desde las siete de la mañana hasta la llegada de la noche las habitaciones mentales dedicadas a las letras fueron ocupadas sin miramientos por exigentes procesos matemáticos, analíticos, angustiosos, complejos, desesperados y desesperantes. La mente completa llegaba a las últimas horas de cada día en una especie de inanición, tan exhausta como enojada. El cuerpo sin voz no sabe cómo manifestar lo que le sucedió, no tiene idea de cuántos rincones suyos fueron arrasados por la violenta ocupación. Fue tanto. Fue inesperado.

Y este domingo que pintaba hermoso se alinea a sus hermanos los días hábiles. Como si la lección no fuera suficiente, como si un reto colosal secreto tuviera a prueba todos los afanes.

Este texto, sin embargo, es el candil de la semana. A pesar de o a propósito de la concatenación de tropiezos, se desmadejó con desbocada fluidez. El intento tecnológico no corrió la misma suerte. Pero aquí queda, como recuerdo de una batalla desesperada.

Luminiscencia

Mi hermana entra en la cocina. Sonríe, todo en ella, se asemeja a un remolino. Suda porque viene de jugar soft. Se ve tan joven, casi como niña. Dentro también está mi abuela, parlanchina, como cuando la manada de nietos éramos niños y adolescentes. Sentada en un banquito habla animada, habla sin parar. No comprendo bien de qué, es como si su voz viajara a otro sitio. Sube y baja de intensidad.

La cocina, aunque se siente familiar y conocida, se ve distinta. Estamos en casa de ella, de mi abuela. Mi hermana abre el refrigerador y saca un pichel de refresco. Toma un vaso de algún gabinete y se sirve. Bebe de prisa y vuelve a servirse. Anuncia con ánimo triunfal que ganaron el partido. Escucho cuando cierra el gabinete, también escucho el sonido cadencioso que hace su garganta al beber.

Debajo de un delantal que ha sobrevivido décadas, llevo puesta la misma falda que usé apenas ayer y siento, como si de equipaje se tratara, todos mi años colocados uno encima del otro. Soy consciente de los pasos avanzados por la vida sin que me confunda la energía que las mueve a ellas. Se siente natural.

Cada quien, dentro de esa cocina, en ese momento, está dónde y cómo debe estar. Ese conjunto de nociones ofrecen una calidez que se convierte en paz. Reconozco mi estado de serenidad olvidada. Soy espectadora, mi voz no habita la escena.

Del otro lado de la puerta abatible llegan risas y murmullos conocidos. Aunque no los veo, los demás también están presentes, cercanos, al alcance de un empujón de puerta. La paz se acrecienta.

Algunos pensamientos extraños asoman sin perturbar, realidades que conozco. Por ejemplo, como si solo yo entendiera una o dos de esas realidades, noto con absoluta claridad que no existe la silla de ruedas de mi hermana, ni la sonda ni la bolsa ni sus extremidades petrificadas. También, tengo en ese momento, la certeza de que mi abuela respira, conversa, se mueve. Jovial y sólida, vive. La abrazo y la toco.

Así son algunos sueños, llegan con la luminiscencia de los más humanos regalos.

Despierto empapada en un sudor frío que poco a poco se convierte en mareo. Aprieto los ojos, quiero regresar noche atrás.

Así son algunos sueños, finalizan con la densidad propia de las señales de alarma.

De noche

Leemos poesía para cruzar 
al otro lado del espejo.

Intentamos escribirla
para volver
a otra comprensión
de la realidad.

Casi siempre de noche
casi siempre en el sótano.

La única llave

La maestra de religión respondió que las personas que morían sin recibir la extrema unción no entraban en el cielo. Los óleos eran la única llave. El cielo, un lugar que ella había descrito durante la clase con majestuosa imaginación, era el sitio de la paz eterna. El único.

Aprendíamos los sacramentos. Desde el bautizo hasta la extrema unción. Ella los escribía en mayúsculas, con letra demasiado pareja, demasiado grande, demasiado redonda, en el centro del pizarrón.

Después de la clase, cuando el aula estuvo vacía me acerqué a preguntarle. Fue entonces que respondió lo del cielo negado para los no ungidos. Fue entonces que reclamé el cielo para los que no tuvieron tiempo.

Mi papá se ahogó el mes pasado—le dije —no estaba en sus planes morir, no había buscado a un sacerdote, ni siquiera por aquello de las dudas.

La maestra se hizo de bolas para explicar lo inexplicable. Tanto se enredó que no me condujo a sitio sereno. Se llamaba Nineth, llevaba el negrísimo cabello en forma de honguito, como niña y usaba unos enormes lentes cuadrados que agrandaban sus ojos. No recuerdo si se maquillaba.

Ni imaginar qué hubiera pasado si me extiendo, si le hubiera contado que mi papá no fue bautizado en la fe católica, no había hecho la primera comunión y, por supuesto, no estaba confirmado.

La maestra a la que la fantasía no se le encendió para alivianar la angustia a una niña hecha pedazos, escribía el nombre de los sacramentos en mayúsculas. Ya lo dije.

Yo prefiero las minúsculas, pura cuestión de gustos.

En el mismo sitio

La memoria y el tiempo han conspirado para que no me mueva de sitio. Fue ayer, pareciera, o tal vez la semana pasada. Fue hace cinco meses o hace cinco años. Fue hace dos horas. Lo cierto es que fue hace cuarenta y cinco años, casi toda la vida.

Es curioso, aquel 21 de mayo también sucedió un domingo. Hasta antes de que anocheciera, fue un domingo alegre, eso le otorgo. Pero la oscuridad traía entre manos un horror que regresa con extraños recordatorios. Vuelve sólido, lleno de líneas, de formas y sonidos, vuelve el olor del mar, la brisa y vuelven las voces, como si hubiera sido ayer. Ya lo dije.

El accidente fue el principio. Un motor que se apaga, una barra que engulle, el Océano Pacífico manoseándonos durante un tiempo con ritmo propio. Un par de horas que no terminaban. Luego la muerte, pronto, muy pronto, en medio del naufragio, tan inevitable como rotunda, sacudió a toda la familia hasta dejarnos en el silencio de quien no sabe darle sentido.

Una muerte que, con sus cuatro víctimas, regresa en las peores noches a plantear el inútil dilema. Pudo evitarse ¿Sería entonces una posibilidad? La furia responde que sí. La resignación dice que no vale la pena volver ahí. Murió él y él también y ellas también.

Tras de sí, la muerte de mi padre dejó un camino de nuevos escenarios. Cambios prácticos, sutiles consecuencias, jodidas consecuencias, una ira que sube y baja los decibeles de su ferocidad y, sobre todo, un epicentro que no sé silenciar o no quiere silenciarse: la ausencia.

Porque la muerte, espero, duró segundos. Nunca he averiguado cuánto tarda un hombre joven en ahogarse. No he querido saberlo. Albergo una compasión inmensa por mi padre en sus últimos momentos. Si sintió que se estaba muriendo sin saber si sus hijas también agonizaban o ya estaban muertas o —vaya milagro— sobrevivían, debe haberle angustiado, enloquecido, paralizado. Tal vez ni le dio tiempo. Tal vez eso lo mató.

Ah… pero la ausencia. Poderosa, elocuente, tan perversa como le permitimos —y a veces somos tan permisivos que atizamos su poder hasta doblarnos— la ausencia no abandona los días, mucho menos las noches. Las alegrías, los logros, las vicisitudes, otras pérdidas, los momentos de celebración y de júbilo, cada uno posee un fantasma que ve desde algún umbral sin poder participar. Su ausencia es la manera en la que mi padre siempre está presente.

Hasta el cansancio hemos construido conversaciones al respecto. Con mis hermanas, con mi madre, con terapistas. ¿Por qué no lo dejo ir? ¿Será necesario seguir hablándole, escribirlo, escribirle? ¿Por qué aún duele? Es un dolor que se deja domar a veces y que doblega otras.

La memoria y el tiempo han ocupado mis grandes territorios. Ella tiene la misión de no permitir que olvide, él ha obviado su paso en esos sitios. Para el tiempo interno de mis historias más íntimas, todavía soy la niña de nueve años que, asustada, sugirió a su padre que bajáramos de la lancha.

La memoria casi lo devuelve hoy a la vida. El santuario en el que resguardo su imagen y lo que creo era su voz, hoy se ilumina. También es domingo, uno tan dueño de aquel acontecimiento que borra cuarenta y cinco años sin miramiento. Un parpadeo basta. El tiempo continúa en suspenso. No me muevo de sitio.

Cierro los ojos y te veo, papa. Te veo vivo.

Por eso volvemos

Los sucesos de la felicidad que poblaron la infancia son dueños de una fuerza inmensa, casi indestructible. Quizás se deba a que cuando somos niños, la cotidianeidad está marcada por el constante asombro.

El dolor, una posibilidad que no terminamos de digerir. De pronto queda grande, en pausa. Pendiente de hacer lo suyo cuando caduca la inocencia.

Por eso volvemos. A lugares, a recuerdos, a los sabores, a personas. Sobre todo a las personas, a los otros niños, a los pequeños de entonces.

Talón de Aquiles

Un video tropieza con mis ojos, corre la cortina, los desgarra. La función recuerdo del móvil no conoce el Talón de Aquiles de la memoria.

Ver nuestro baile flamenco es más que volver a un tiempo que jamás encontrará la ruta a este presente. Es sentir el cuerpo roto por añorarse a él mismo, es vibrar de añoranza.

Días del 2019, días que se sienten como un viejo siglo. Tal parece que la Pandemia tendió un puente de longitud desproporcionada, tres años se instalan como décadas de hierro.

No pretendía encontrarme así, feliz y vigorosa, con castañuelas en las manos y aves en la sangre.

¿Cómo iba yo a buscar semejante confrontación? ¿Cómo, el movimiento de la nostalgia? Si conozco hasta el corazón de las entrañas los estragos de la pérdida.