Por eso volvemos

Los sucesos de la felicidad que poblaron la infancia son dueños de una fuerza inmensa, casi indestructible. Quizás se deba a que cuando somos niños, la cotidianeidad está marcada por el constante asombro.

El dolor, una posibilidad que no terminamos de digerir. De pronto queda grande, en pausa. Pendiente de hacer lo suyo cuando caduca la inocencia.

Por eso volvemos. A lugares, a recuerdos, a los sabores, a personas. Sobre todo a las personas, a los otros niños, a los pequeños de entonces.

Fundacional

El taller fundacional de la escritura empezó temprano. En un atropellado principio, después del primer final. El impulso de escribir nació porque un pozo de interrogantes me crecía dentro rápidamente, en los pensamientos, en la mirada, en el cuerpo mismo.

No cumplía aun los diez años.

Empecé a escribir porque quería respuestas. Era una muchachita desconcertada, una niña de pocos años con su desmedida curiosidad inflamada por la tragedia.

Cavé el pozo con manos agrietadas, golpeada por manosear sin recato la tristeza. Lo multipliqué además por marinar un enojo silente que se me instaló en la habitación de las preguntas.

La prematura invasión de la muerte a la alegre vida de los primeros años fue el epicentro de los interrogatorios. También la orfandad. Esta me consumió. Verlo muerto despertó mi afán de palabras. Si me descuido la orfandad vuelve a consumirme. Muere de nuevo mi padre. Muere una y otra vez. La amargura de la orfandad se convierte en una condición permanente.

Leer y escribir fueron los asideros, el lugar seguro, la buena soledad. Aún lo son. Tanto lo son que la vida no me sucede sin la palabra escrita.

El enojo era como un fantasma. Una presencia que debía ocultar. Mostrarlo me traía problemas, como si lidiar con su afrenta no fuera suficiente asfixia. Nos educaban en la cristiana resignación, una sensación que aunque buscara sin cesar jamás encontraría. Han transcurrido más de cuarenta años y no hemos coincidido ella y yo.

Manifestar la ira hacia el creador daba cuerda a discursos con apaciguadoras intenciones. Mi abuela. Las tías. Cierta cocinera. La maestra de moral y urbanidad. La otra maestra. La otra abuela. Nunca jamás un hombre. Mi abuelo otorgaba rienda suelta a su propia agonía. El hijo muerto fue su llaga vitalicia. La libertad masculina es ilimitada.

Mi madre, a quien tampoco se le daba bien el rol de devota sumisión, lo intentaba vagamente. Me hablaba sin lograr lo que sea que buscaba con la canción del ángel que, desde que se ahogó el hombre que fue mi padre, velaba por nosotras desde un cielo. Me parecía entonces un lugar inalcanzable, de una lejanía tan cruel, que no me servían ni el lugar ni la canción ni su condición de ángel.

¿Mi madre? No, ella sostenía furias mayores. ¿Cómo iba a convencer a las hijas? Ella misma era una iracunda en pena.

Escribir cartas o poesías, como llamaba a los intentos de poema, escribir el diario con candadito, escribir en los cuadernos del colegio o en la libreta de la cocina. Escribir aliviaba. Escribir amansaba. Al escribir respiraba. Escribir era otra manera de llorar.

La adolescencia me pilló en el mismo caldillo. Llegó con un sólido acopio de despertares. Todos y cada uno prendieron sus llamas ignorando mi duelo perenne. Agitaron mi cuerpo, transformaron el entendimiento. Las caderas tomaron posesión de un espacio antes ajeno. La cintura asumió su poderosa brevedad, el vientre, su condición cíclica, los senos, discretos pero completos se colmaron de sensaciones. La mente se convirtió en una fiera compleja, una criatura hambrienta de conocimiento. La mirada al mundo se agudizó.

Cada uno de los despertares invitó a las palabras. La rebelión ante la muerte no abandonó del todo los afanes, más bien, se convirtió en una actitud sutil. Se leía su furia entre lineas.

“Me convertí en mujer, Padre. Tú ni te enteras.”

Fue el lenguaje con su riqueza y estructura el vehículo del alivio. Las palabras se movían sin cesar dentro de la factoría de ideas en la que se convirtió mi cerebro; tanto, que aprendí a desbocarlas sin tregua sobre el papel para dar respiro a la mente. O al corazón, a veces se traslapan.

Escribir fue el fuete con el que poco a poco domé la amargura de mi orfandad perpetua. Al escribir otorgaba licencia a las felicidades púberes para que endulzaran el descubrimiento. Conocí el amor. Escribí sobre el amor. Exploré océanos de libros. Escribí acerca de ellos. Aprendí a disfrutar la cotidianidad. Escribí sobre el descubrimiento de cada nuevo gozo.

No encontré respuestas a las preguntas que se pudrían en el pozo que cavé cuando me abofeteó la tristeza. Sin embargo, formulaba nuevos cuestionamientos, dudas distintas que se alejaban de la universal pregunta sobre la muerte a destiempo. Me entretuve con los descubrimientos de la vida adulta. Leía con voracidad, como si la vida dependiera de ello. Escribía sin tregua.

Cada texto era un exorcismo. Cada libro leído un escalón hacia la salida. Y aunque continúo exorcizando iras y dolores, los originales y los que la vida ha colocado aquí y allá, el cambio de preguntas ha sido una sana medida. La huérfana aprendió a saborear la miel de la experiencia, a leerla, a escribirla. Así como las palabras ordenan con compasión el drama del duelo, potencian estupendamente los placeres.

El taller fundacional continúa educándome en el oficio escritor. No claudica. El rechazo a la resignación por su muerte permanece intacto, musculoso. Pero no es lo único que poseo. No rige ni paraliza.

He conocido el éxtasis de la inspiración. La curiosidad natural aprendió a expandirse, articula dudas nuevas, su apetito es un extraño pero exquisito método creativo. Saciarlo constituye una aventura de varios rostros, escribir es uno de ellos, casi tan trascendental como leer.

La soledad, infinita manifestación

Pillé la victoria francesa de reojo, en un gimnasio desolado. Mi ojo derecho está semi discapacitado, me guiaba el sonido, adivinaba la imagen.

Pues nada, yo que me entiendo estupendamente con la soledad sentí rarísimo, un frío nuevo. La de hoy fue puro desamparo. Nadie había cerca para comentar ni preguntar ni celebrar.

El ojo que tan mal ve hacía intentos por definir las figuritas, al otro que tampoco está en óptimas condiciones no se le daba la gana colaborar. El partido de fútbol sucedía tras una extraña neblina.

Imaginaba a todo mundo sentado alrededor de una mesa, con vasos y risas y grandes cercanas pantallas para vivir el momento. Imaginaba a otros en aquel estadio del otro lado del mundo bañados en la miel de la buena adrenalina. Reuniones celebrantes de ellos, de ellas, de aquellos. Todos en lugares mejores. Desconozco dónde. Reconozco la triste envidia.

En un momento sentí como si el inmenso salón que alberga al gimnasio creciera hasta hacerse descomunal, que el espacio se oscurecía inexplicablemente, que las dos o tres personas que por ahí se movían desaparecían.

Comprendí que la soledad tiene infinitas manifestaciones. De algún remoto sitio cayó un sentimiento aplastante. Fue como si una voz advirtiera que nuestra amistad no es infalible. La soledad -diría esa voz de otro mundo- jamás dejará de retarte. Oculta filos.

Después se esbozó mi imagen en uno de los tantos espejos. Era una sombra, era un fantasma, era una mujer indefinible, sin facciones ni iluminación. Una mujer borrada. Esa visión, quiero creer, no tiene nada de sobrenatural. Es rotundo producto de mis ojos inútiles.

Salí de ahí con movimientos interiores que desconcertaron la tarde completa. Salí de ahí sin el gusto acostumbrado por haberme ejercitado, abandoné el lugar con deseos implacables de huir a otra vida.

Palabras para un mundo desarmado

Este mundo desarmado necesita poesía para denunciar lo inaudito, para nombrar al veneno, para formular remedios.

El laberinto inhabitable en el que se ha convertido nuestro amado mundo, un mundo desarmado, clama al poeta desde todas sus entrañas. Le pide, lo reta, muestra las heridas.

Armado de palabras, de ideas iluminadoras o miradas desafiantes, con entendimiento incendiario y feroz esperanza, el poeta escribirá las rutas alternas. Preso de sentimiento trazará mapas.

Será su dominio del lenguaje el que nombre las nuevas verdades, puertas a la libertad. Su arrojo a prueba de repudio encontrará la llave que las abre.

La poesía, pregona el que cree, ha encontrado en episodios del pasado horizontes perdidos.

Sostenida por la pluma viva de los autores muertos, la historia lo afirma.

El poeta inconforme da a luz a la nueva conciencia. No conoce otra forma de ser. Su misión vital es transformar sintiendo con papel y tinta. De verso en verso, ama y padece.

Aunque en medio del caos que estremece a la experiencia humana olvidemos la redención que habita la palabra, este mundo desarmado precisa de poesía para reanudar la marcha.

Cuestionar

Aprender las reglas a lo profundo, hasta los cimientos ¿Cómo no? Conocer cada uno de sus resquicios, reconocer sus trampas.

Aprenderlas para romperlas con gracia, para saber cuándo, cómo, dónde. Por supuesto.

Transgredirlas en la cocina, en la narrativa, en el arte, en lo cotidiano, en lo existencial. Cuestionar. ¿Por qué? ¿Para qué?

Desarmarlas y transformarlas hasta que, como nuevos destellos , asomen por las ventanas de la experiencia sorprendentes novedades.

Afuera quedan filos

Entro en mi poema y cierro su puerta.

Afuera quedan los filos del mundo rasgando cuanto pueden.

Acoge y sostiene, mi habitación de palabras.

Comprende quién soy, me salva del viejo filo, comprende quién es, sabe dónde está y,

compasivo o sagaz, coloca cortinas de distancia.

Fuegos del miedo

Perdemos en los fuegos del miedo ideas y palabras. Antes de florecer, nuevas posibilidades de pensamiento sucumben en las llamas del temido juicio.

Aprendemos de los enseñantes el hábito del no cuestionamiento. Este engendra el de la no opinión. Ni hablar entonces de ejercitar la indispensable destreza de evolucionar.

En cánones geométricos la desobediencia se fusiona con peligros y tragedias. Escudriñar preceptos cuando hacen ruido en el pensamiento o provocan desasosiego en los rincones del alma, no es elegante, nos dicen. Es temerario, advierten.

El buen camino es un silencio autómata y constante. Le llaman la virtud de la discreción sin darse cuenta de que esa carencia de movimiento construye ignorancia crónica. Peor aun, indiferencia.

La verdadera discreción es otra. Es proteger al prójimo del veneno del chisme. Es cultivar la confianza, guardar penas y dolores. De nuevo, es cuestionar, cuestionar profundamente la difamación.

Ve a ver quién lo explica. Es una simple y sólida diferencia pero ¿qué creen? ya me mandaron a callar.

Otto René en Manhattan

Paseábamos por las calles de NY con la despreocupación que otorgan las tardes sin prisa. Mi hijo ya trabajaba en aquella ciudad. Corría el año 2017.

Sin mucha advertencia le cayó de visita la estampida de mujeres en la que solemos convertirnos mi mamá y sus hijas cuando viajamos juntas.

En una callecita sin fama ni bullicio lo encontré.

¡Mireeeen! grité frente al escaparate/vitrina/ventana de un teatro.

Una gigante y hermosa fotografía de Otto René saludaba desde el vestíbulo, a su lado un poema suyo traducido al inglés.

Con emoción demencial traté de abrir la puerta, desafortunadamente el local estaba cerrado. Logré tomar estas malas fotografías, hice nota mental de indagar qué era aquel sitio y por qué está (o estaba) en Manhattan. Se trata del “Castillo Theatre”.

Con mucha facilidad encontré qué es y cuál es su propósito.

Para hacer corta la historia, rescato y comparto lo fundamental. Se trata de un teatro que pone en escena el universo del teatro político.

Literalmente reza:

“opens up the world of cutting-edge political theatre…”

Y hay más. Existe un premio:

Otto René Castillo Awards for Political Theatre

Imaginen la emoción, estoy segura de que la comparten.

De inicios, finales y ciclos

Nuevo inicio. Después de 24 años en el mismo lugar y con la misma gente, empiezo el ritual del ejercicio en un sitio nuevo.

El primer día que fui a World Gym, en octubre del 97, mi Saltamontes iba en porta bebé. Yo tenía 28 años, 2 peques, un trabajo en el que aun continúo y necesidad visceral de agitar el cuerpo.

New beginnings are always wonderful, dice mi sabio. Le creo.

Fueron 24 años de erigir disciplina, de cultivar amistades profundas, de retarme y disfrutar.

Era más que un espacio con máquinas y clases. Era una comunidad. Un lugar seguro en donde transformábamos penas y dificultades, desencuentros o silencios, en un propósito.

El cuerpo es vehículo para sanar el interior.

Ese enunciado es quizás la mayor enseñanza que el hábito del ejercicio ha dejado en nuestra conciencia.

Infortunios agitaron el tiempo. Un accidente que fracturó mi rostro con cínica creatividad, enfermedades de los peques, desafíos laborales y personales.

Pausas breves, jamás un retiro.

Fue el gimnasio quien se retiró. El sábado me despedí, el lunes cerró sus puertas. El martes empezó su desaparición.

Ciclos se cierran para abrir puertas a otros. Y en medio de la transición, doy un paseo en reversa cronológica. Busco a la joven, a su bebé y a su hijo ciclón de 3 años.

Veo su mirada al mundo, la ingenuidad que la conducía por la vida y por los sueños, su ánimo peligrosamente juvenil.

La veo algún tiempo después, corriendo desaforada en la banda, más clara de lo que sí y lo que no. Un poco rebelde en su fuero interno, inmersa en laberintos, coleccionando lustros.

De ella también me despido.

Con celosa devoción

Coloco en las extremidades del árbol capítulos de historias únicas, irrepetibles. Mis hijos, con cada tramo de su infancia en la mirada, asoman como estrellas en los adornos.

Hoy son hombres mis hijos. Pero las figuritas guardan con celosa devoción más de dos décadas de recuerdos. Casi puedo escuchar sus voces como eran antes de que cruzaran el puente.

Y la emoción me subyuga bajo los silencios que quedaron en su sitio. Me queda grande la noche, por eso te lo cuento. Tal vez tú también oyes lo que me cruje dentro.