Rescates

El cúmulo de experiencia conduce a depuradas expectativas. Y estas, sin remedio, desembocan en las fauces del desencanto.

Desencanto en la lectura y la conversación, en el trabajo y las relaciones, en el amor.

Por causa del continúo experimento, de mucho observar y demasiado comparar, la vida misma peligra. Puede con suma facilidad convertirse en un ejercicio de perpetuo desencanto.

Resulta adecuado, quizás, rescatar las ingenuidades propias de la juventud, de la infancia. Robustecer el asombro, volver a creer.

Precisa reconstruir las posibilidades derruidas en un intento por volver a los cauces de la fascinación.

Mirala largo

Hacete un favor, poné los ojos en el rostro de la luna. Mirala largo.

Si tu día ha sido duro o triste o demasiado solitario, si hoy la vida te ha abatido, la de esta noche parece farol, dejá que te procure respiro, el día rudo esta luna te lo alivia.

Si fue lindo y feliz, si llegaste al derrotero cotidiano con el alma en sonrisa, que sea broche de oro de la buena jornada.

Mirala largo, mirala tendido.

Hoy llegó divina.


			

Sin esclusas

Acuático, un río fluido, plácido, vertiente de mansedumbre. Su corriente, una avanzada en armonía, se desliza siempre en la misma dirección, la de los últimos siglos.

Su cadencia, un vals en sincronía con la naturaleza de un sereno andar.

Pero la marea cambia, se transforma como nunca. Pelea sobre sí misma, se pierde, se confunde, nada en sentidos opuestos al mismo tiempo. Se ha cubierto de dolor.

Y es que el corazón humano a veces se desordena. Se le entristecen y desorientan los destinos y los deseos. Se inunda de lágrimas, de heridas que no aprende a ignorar y, como milagro imposible, de sueños nuevos.

El amor y el alma, del hombre o de la mujer, son misterio, son pluviales.

Tarde o temprano crecen, se desbordan sin esclusas capaces de sostener la huida.

Dos registros para una trampa

Cuando mi vuelo queda bajo, busco a Mastretta y a Edel Juárez. Poseen el poder mágico de la palabra precisa, cada quien desde su registro. Con lo suyo, se sueña y se siente y se ríe. Son bálsamo poético, distracción para lo innombrable.

Ellos no saben siquiera que existo.

Yo no completo la existencia sin ellos, sobre todo en la trampa de un sábado fallido.

Noción antes durmiente

He tirado la misma toalla muchas veces. Quedo empapada de falsas razones, muerta de frío, desnuda y triste.

Pero hoy me ha iluminado un misterio indescifrable, una noción antes durmiente.

No es cuestión de tirarla, es cuestión de secarme distinto. De arroparme yo misma, de no morir de frío en aguas ajenas.

Baile y escritura

Bailamos como escribimos, con el interior encendido, con la piel incandescente, con canciones en la mirada.

A veces, con la humedad de algún llanto inoportuno.

Después de todo, no son tan distintos, bailar y escribir. Ambos son voces del cuerpo, formas de hablar. Ambos, búsquedas permanentes, una construcción existencial.

Los dos registros cuentan historias.

De amigas

Tengo amigas de 92 años, amigas de 76, también de 60. Tengo amigas de treinta y tantos años.

Tengo amigas habitantes de mi década, amigas de mi exacta edad.

No son muchas mis amigas, sin embargo son tanto, algunas de ellas, casi hermanas. Y esa certidumbre es un pilar.

Nos unen pasiones, intereses, causas y locuras. Compartimos historias y secretos, temores y lazos irrompibles, lágrimas y dolor, risas y placer. Música o silencio.

Lo nuestro no responde a órdenes cronológicos, es complicidad atemporal. La sororidad que rige a la conexión femenina no sabe medir tiempos.

Lo nuestro nace en raíces milenarias.

Lo nuestro rompe con todo.

Somos afortunadas.

Aura

Fuimos dos niñas siempre inquietas, una corriendo detrás de la otra. Yo la seguía. Ella siempre corría más rápido, nadaba como delfín, era hábil como pocas para los deportes y asombrosamente hábil para hacer reír. Cursábamos los primeros años de primaria. Cuando la invitaba a casa, jugábamos de salón de belleza haciendo triquiñuelas en la cabeza de mi hermana, correteábamos a mi perra, jugábamos en el jardín lo que se nos ocurriera. En el colegio eran los yax, o la liga o el temible matado.

Celebrábamos juntas y felices el movimiento de las niñas que van descubriendo mundo.  

Cuando regresé a clases después del accidente, en segundo grado, Aura estaba esperándome en la puerta del aula. No recuerdo qué dijo, recuerdo su abracito de niña. Recuerdo cómo tomó mi bolsón y mi lonchera y los colocó en el clóset. Recuerdo que no se separaba de mi lado. Fue su manera de solidarizarse. Su manera de decirme aquí estoy, amiga.

La vida se la llevó primero a otro colegio y después a otro país. Pero Aura fue mi sis durante los primeros trascendentales años de primaria. Luego la misma vida y su conectividad moderna nos colocaron de nuevo cerca. Y fue cómo si hubiera pasado solo una semana.

Viajé a un lugar no tan cerca de su casa en San Diego y llegó a reunirse conmigo. Vino a visitar Guatemala y volvimos a reunirnos.

Somos una reunión en proceso, un hilo conductor, una conversación digital, un cariño genuino desde el principio.

Aura desde su muelle hizo micos y pericos para adquirir mi pequeño libro. Y la amista volvió a conspirar. Porque, otro amigo entrañable, hizo todo lo necesario para que el libro llegara a manos de mi amiga. Fue una feliz secuencia. Una señal de que ni el tiempo ni la distancia rompen un cariño verdadero.  

Un color particular

La tristeza tiene un color muy particular. Aunque tratemos de camuflarla suelta destellos.

Algunos la ven, otros la entienden, y hay quienes van más allá. La miden, la sienten, encuentran la vulnerabilidad que supone.

Se acercan, tienden un puente, para bien o para mal procuran algún alivio.

Luego se marchan.

Y no, no cambia. A pesar del paso fugaz de alguien que quiso hacer una diferencia, el color de la tristeza permanece intacto.