Darlo para darse

Un par de copas de vino, de buen vino, un par, no más, encienden la voz a mi corazón, fíjate.

Canta el corazón sus amores hondos. El peso del silencio se rebela bajo el blando embrujo de un poco de vino.

Y ahí va, el muy ingenuo, prodigando amor a quien poco le importa, a quien no lo pide, a quien lo ha olvidado.

Besa con lujo de urgencia, con la miel de sus muchos años. Besa en generoso arrebato. Besa y abraza a sabiendas.

Dar amor, sabe el corazón a estas alturas, es una intrépida búsqueda de auto amor. Es darlo para darse.

Un acto que se aprende bien en las longitudes de la vida, al amparo de la ligereza del elixir, con las desconfianzas dormidas.

Se da completo con la certidumbre de que esperar reciprocidad no es el propósito. No es el caso. Se da sin alterar su inmortal soledad.

Sale de su encierro. Entrega palabras amorosas, besos, caricias. Da todo aunque el alma, sin remedio, vuelva a llorar.

Sutil

Existe una traición muy sutil en la buena memoria. Te empuja a lo mejor de lo vivido, a sus lugares, al color y su música, a tu versión en éxtasis.

O, sin más ni menos, te coloca en el centro de los pasados infierno. Despiertan también los lagrimales. Una vez más, arde tu furia, también tus rodillas.

El detonante aguarda en los sentidos. Un aroma, un sabor, sonidos o silencios. Una fecha en el calendario. Imágenes talladas en el interior de los párpados.

Sus modos son aleatorios, poderosos, de tal misterio, que jamás encontramos el timón.

Puede ser consecuencia de su sabiduría, una manera ancestral de ejercer desde el subconsciente, la supervivencia.

Sin embargo, por esto o por aquello, aunque sutil, es traición.

Afuera quedan filos

Entro en mi poema y cierro su puerta.

Afuera quedan los filos del mundo rasgando cuanto pueden.

Acoge y sostiene, mi habitación de palabras.

Comprende quién soy, me salva del viejo filo, comprende quién es, sabe dónde está y,

compasivo o sagaz, coloca cortinas de distancia.

En silenciosa felicidad

Eventos mágicos, tan inefables, tan perfectos, que evitamos hablar de ellos para protegerlos de ajenas distorsiones.

Los conservamos íntimos, secretos, envolvemos su belleza en silencios de felicidad.

Nos gobierna el afán de resguardar su integridad, de perpetuar cada uno de sus instantes, cada umbral, toda su luz.

Soñamos con preservar intacta la versión de quien fuimos al vivirlo, reconocemos con asombro quien somos por haberlo vivido. Deseamos permanecer en ese particular estado de gracia.

El temor de extraviar el poder redentor de su recuerdo camina bravo las rutas del entendimiento, y no, una pérdida de tal naturaleza no es posible aceptarla. Por eso no lo soltamos a un mundo capaz de trastocarlo.

SONIDOS DEL CONFÍN

Son las 2:47 pm, quinto día de un muy aislado confinamiento en mi habitación. El bicho me atacó, me colocó sus máquinas de síntomas aquí y allá y en el encierro he improvisado una oficina completa, una mesita clínica con medicamentos y un par de trucos nuevos para no enloquecer. Nuevos porque mis trucos suelen involucrar conversaciones en persona, locomoción, contacto humano. Libertad.

Entre otros adjetivos, hoy gastados con pésimo gusto, el COVID es secuestrador.

Abro de par en par la puerta del balcón, la primera de mis argucias. Si no puedo salir al mundo exterior, que el mundo exterior entre en la habitación en la medida de su generosidad. Hoy hasta la música me aburre. Y la poesía que suelo escuchar. Y los podcasts de autoayuda con los que me autoengaño. Eso son los más irritantes. Apago todos los sonidos reproducidos con dispositivos. Dentro de este gabán de silencio permito que sonidos externos entren por la puerta corrediza, resbalen por las duelas del piso, exploren la habitación, suban a mi silla de trabajo. Caminen por mi sudadero de Mickey Mouse, besen mi nuca, me abracen y, finalmente, que entren por los pabellones de mis oídos. Cada resonancia, distinta y distante, hace lo suyo.

Un albañil pica algo con experta cadencia. Chifla contento mientras tritura su superficie. No sé qué es, piedra o concreto. Algún ave conversa en una ventana cercana. También picotea. El viento se deja escuchar, es él quien trae los otros sonidos, es él quien me permite sentir el mejor. 

En un jardín invisible, ignoro sus coordenadas, un grupo de niños pequeños juega. Alguien corre tras de alguien, alguien derrama carcajadas, alguien protesta. Al unísono ríen. Repiten una palabra que no logro descifrar, juegan algo que desde aquí desconozco. Me regalan ecos de niñez. Y caigo en cuenta. No hay niños en mi cercanía familiar. Ni uno solo. Mis hijos son hombres, mis sobrinos y sobrinas van soltando adolescencias, se hacen adultos todos. Nadie procrea. No tengo niñez cercana.

Aun así, o quizás por lo mismo, los ecos niños que entran por el balcón me otorgan una paz pequeña pero nueva. Traen vida. Traen curiosidad. Rompen la monótona espera.  Con ellos llegan recuerdos que en este estado de inflamación solitaria asoman exultantes. Porque fuimos niños de jardín. Los peques de mi generación fuimos niños Tenta, Chiviricuarta, Escondite, Un Dos Tres Cruz Roja. Electrizada. Fuimos niños Matatero-terolá, mi siempre favorito.

Tengo ganas de salir volando por el balcón, aterrizar en el jardín que me trae voces de pequeños. Tengo ganas de pedirles que me permitan jugar con ellos. Tengo ganas de salir volando de mi cuerpo y ser niña de nuevo. Tengo ganas de no volver.

 Son las 3:14 pm. Aún tengo cerca y lejos voces alegres.

Las 3:52 pm. Se han ido.

Tengo ganas de salir volando. Tengo ganas de no volver.

Florece

La tristeza es un espacio en el que, con un extraño matiz, la creatividad florece.

Tal vez por la elocuencia de las sombras.

Tal vez porque el contraste entre pasado y futuro, optimismo y desolación, realidad y anhelo es brutal, se hace evidente como nunca.

Necesita salir del alma eso que la quiebra, o necesitamos explicar el porqué del abatimiento. Entonces el lado creador del cerebro enciende las fuentes. Nace arte de las lágrimas, nace belleza del dolor.

Una paradoja inmensa de la condición humana.

Hoy no

Elijo la esperanza, la posibilidad de un tiempo soleado, el optimismo.

En la caverna en la que se convierte el simple devenir de la vida en tanta fatalidad, comparada con algo semejante a la muerte, no encuentro un sitio para mí.

Hoy no.

El exceso de paranoia es el peor de los males.

Demasías

Algún autor cuyo nombre he olvidado en algún libro cuyo título tampoco recuerdo escribió que mientras lloramos no pensamos.

Solo así. Se llora en blanco.

Y me quedé dando vueltas a su idea, hilvanando propias.

Pues nada, a mí que la oferta de llanto me sobra con creces sobre la demanda de sentido común, me hizo caer en cuenta de una verdad tan íntima como irrefutable.

Lloro de asombro, de alegría, de enternecimiento. Lloro de angustia y lloro de enojo. Lloro por los recuerdos abarrotados, por las pérdidas que les acompañan, lloro cuando la música me adivina los arrojos.

Lloro porque el tiempo anda afanado saturándome de resignaciones. Lloro porque aún quiero hacer mías millones de ideas y la existencia se empeña en contraerse.

Lloro porque sé que las lunas de los afectos tienen un lado oscuro. Lloro porque esa sombra me queda grande.

Lloro porque el libro está por terminar y yo me quiero quedar en su historia.

Lloro porque me lo pide la vida para descompresionar los agujeros que le abro por acumularle tanto llanto.

Y, pensándolo bien, lloro para no pensar en lo que me invita a llorar.

Razón doy al autor cuyo nombre he olvidado. El llanto es una pausa en el afán del raciocinio que pone en libertad las demasías del corazón.

¿Dónde en la foto?

No solo los saldos de fiambre asoman en el refrigerador, como flores acuáticas, ansiando algún apetito entusiasta.

Queda también un modo reflexivo en el entendimiento, quedan silencios viscosos. Un álbum de imágenes se mueve como carrusel en emociones que no se nombran fácilmente.

En la foto ¿dónde se hubieran colocado quienes ya no están?

Y luego pienso que no. No tomamos ninguna foto de todos juntos. Estábamos contentos, sin duda. Pero el rito se va haciendo distinto.

Una extraña dispersión flota en el recuerdo de ese día, otra suerte de fantasma. Pero no la nombramos por temor de que algo se quiebre.

En su día los muertos

Que ya no escriba a mi muerto aconsejan mis más queridos. Y a veces obedezco.

Entro en mansedumbre, no me agita la nostalgia, la herida guarda silencio.

Pero hoy se vale. En su día, no lamentamos la ausencia de los difuntos, celebramos la presencia de su recuerdo.