Un año ajeno

Durante cuatro horas más o menos estuve librando una batalla tecnológica con cierta aplicación. El de hoy ha sido un domingo atravesado. Los planes originales se hicieron polvo y colocaron al ánimo en un incómodo lugar. Las horas de batalla son consecuencia de una espera que no termina. Alguien querido padece y no podemos hacer mucho. Aguardar sin movernos. Sin hacer nada. Mantenernos atentos, cerca. Esperar a que los médicos giren instrucciones. Estar en disposición de llamada. Nada qué hacer, ya lo he dicho.

Entiendo que no es de extrema gravedad y para no medir cuánto se han roto los planes me dispongo a experimentar con la enemiga aplicación y sus sofisticadas armas . La utilizo para resumir cómo este año ha atropellado lo que de él se esperaba. Sus meses llegaron uno tras otro tropezando entre sí. Cada uno supuso una carga de demanda laboral sin precedentes. Cada uno trajo más de dos desencuentros personales armados con tal intensidad que aún no sé cómo he salido de ellos cuerda y de pie. La mayoría se me antojan innecesarios, producto del estado del alarma que la carga cotidiana disparaba y continúa disparando.

El 31 de diciembre me preguntaré cuánto he envejecido, cuánto la piel, las vísceras, la vista, cómo la risa. Siento roto el cuerpo. La imaginación se ve malherida, el anhelo de escribir amordazado por lo que un mundo impaciente reclama.

Se añora en cada rincón del ser el contacto con el arte, con la palabra y los amigos de la palabra, se extraña el universo creativo. La paradoja de todo esto es que cuanto más exigente se presenta la obligación ccotidiana más necesidad de desahogo surge. Y el desahogo significa escribir, narrar, publicar.

Porque al final del día, es en el lugar feliz en donde el alma se restaura, y mi lugar feliz son las palabras, los poemas, los relatos. Cada uno de aquellos que verían la luz durante el año que pronto termina murieron antes de verla.

Quizás, prefiero pensar, los textos aguardan en un letargo silencioso, aguardan a que el tiempo llegue con otras vestiduras, con otro rostro, con comprensión en sus esquinas. Aguardan a que las voces cambien su estruendo por parsimonia, aguardan otro matiz y nuevas formas de iluminación.

Durante seis días de cada semana, desde las siete de la mañana hasta la llegada de la noche las habitaciones mentales dedicadas a las letras fueron ocupadas sin miramientos por exigentes procesos matemáticos, analíticos, angustiosos, complejos, desesperados y desesperantes. La mente completa llegaba a las últimas horas de cada día en una especie de inanición, tan exhausta como enojada. El cuerpo sin voz no sabe cómo manifestar lo que le sucedió, no tiene idea de cuántos rincones suyos fueron arrasados por la violenta ocupación. Fue tanto. Fue inesperado.

Y este domingo que pintaba hermoso se alinea a sus hermanos los días hábiles. Como si la lección no fuera suficiente, como si un reto colosal secreto tuviera a prueba todos los afanes.

Este texto, sin embargo, es el candil de la semana. A pesar de o a propósito de la concatenación de tropiezos, se desmadejó con desbocada fluidez. El intento tecnológico no corrió la misma suerte. Pero aquí queda, como recuerdo de una batalla desesperada.

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