EL BAILE DE LAS LOCAS

En abril, la lectura del Club fue “El baile de las locas”, una historia inspirada en la Historia. En su novela debut, Victoria Mas aborda un tema que asombra e indigna a partes iguales, secuestra con suma facilidad la atención del lector.

Paris, 1885. Dedicado a la investigación y tratamiento de enfermedades mentales, el hospital de La Salpetriere, se ha convertido en un perpetuo experimento en donde se practican curiosos procedimientos en nombre de la búsqueda científica. Solo internan a mujeres, la experimentación se ejerce en el género imperfecto.

La clasificación de los padecimientos mentales no se ajusta a un rigor precisamente científico. Dentro de esas paredes, mujeres con verdaderas enfermedades mentales y mujeres que padecen stress post traumático o epilepsia conviven con mujeres encerradas por sus padres o maridos, confinadas contra su voluntad. Poseer carácter indomable, construir criterio ajeno a la convención o ser talentosas en asuntos incómodos también son considerados desórdenes mentales. Merecen ser apartadas del mundo.

Eugenie, Genevieve y Louise, las protagonistas, cada una con su particular infortunio, tejen una historia común cuyo epicentro es la celebración de un baile en el que son exhibidas a la alta sociedad parisina, un espectáculo que alimenta curiosidades morbosas. El Baile de Media Cuaresma, como solía llamarse, no es fruto de la ficción, existió.

“El baile de las locas” muestra un pequeño momento en la larga historia de un hospital que hasta el día de hoy, en otro contexto aún existe. El tiempo externo del argumento se extiende dos semanas. El tiempo interno se prolonga durante siglos. Quizás ese es el valor capital de la novela.

“La Salpetriere es un vertedero de mujeres que pone en peligro el orden social, un asilo para aquellas cuya sensibilidad no responde a lo esperado. Una cárcel para las culpables de tener una opinión.”

Dos veces

El segundo viaje a un mismo libro supone una experiencia distinta, a veces inquietantemente reveladora. Volvemos con otra mirada, con otra cadencia, apreciamos aspectos distintos, agudizamos la exigencia, aprendemos algo más de nosotros mismos. Recordamos aquella emoción. La revivimos en un tiempo nuevo.

Fue mi segunda lectura, lo leí hace poco más de un año. Cuando volví a sus páginas, aun deambulaba fresco en la alacena de los leídos.

En el Club, por la calidad de las obras y por una nutrida discusión en torno a cada libro, descubrimos siempre nuevos, profundos significados del hábito lector. Somos afortunadas.

Rescates

El cúmulo de experiencia conduce a depuradas expectativas. Y estas, sin remedio, desembocan en las fauces del desencanto.

Desencanto en la lectura y la conversación, en el trabajo y las relaciones, en el amor.

Por causa del continúo experimento, de mucho observar y demasiado comparar, la vida misma peligra. Puede con suma facilidad convertirse en un ejercicio de perpetuo desencanto.

Resulta adecuado, quizás, rescatar las ingenuidades propias de la juventud, de la infancia. Robustecer el asombro, volver a creer.

Precisa reconstruir las posibilidades derruidas en un intento por volver a los cauces de la fascinación.

Por eso volvemos

Los sucesos de la felicidad que poblaron la infancia son dueños de una fuerza inmensa, casi indestructible. Quizás se deba a que cuando somos niños, la cotidianeidad está marcada por el constante asombro.

El dolor, una posibilidad que no terminamos de digerir. De pronto queda grande, en pausa. Pendiente de hacer lo suyo cuando caduca la inocencia.

Por eso volvemos. A lugares, a recuerdos, a los sabores, a personas. Sobre todo a las personas, a los otros niños, a los pequeños de entonces.

Desandar

Una añoranza aprieta, un puñado de deseos imposibles.

Y es que a veces quisiera de nuevo ser niña, volver a la vida pequeña, rural, en un lugar que ya no existe, el del principio.

Regresar al espacio y a los días, a los aromas. Desandar los caminos contaminantes, recoger los despojos de inocencia, reconstruir la habitación de la fantasía, restaurar los sonidos.

Recomenzar los años.

Resucitar a los muertos.

Una mujer, Pura pasión: Annie Ernaux

La leí por primera vez en “Memoria de chica”, hace un par de años, antes de que recibiera el Nobel.

Navegante entre la autobiografía y la autoficción, la narrativa de Annie Ernaux es sólida, directa, acoge sin florituras. Sus libros (ella no los llama novelas) son espacios completos, profundos, seductores. A menudo inquietantes por su cadencia descarnada.

Desde una aparente cotidianidad, invitan a observar, incluso a cuestionar o deconstruir asuntos fundamentales de la condición humana.

Con sagacidad en el uso de la palabra, sin excesos ni omisiones, Ernaux se desnuda ante el lector. Al hacerlo, desnuda también a la sociedad que habita y a su tiempo.

En alguna publicación leí “Ernaux se narra a ella para narrarnos a todos”, una acertada descripción. Es brutalmente franca, viste la libertad en total esplendor, en lo frugal, en lo incómodo, en el dolor o en el deleite.

Llama a los asuntos por su nombre, no va por ahí buscando términos grandilocuentes o evitando escándalo. Cuenta la historia desde la entraña. Su cuerpo se hace lenguaje. En su prosa, la imperfección humana no maneja agenda oculta, simplemente es.

Leerla es un placentero y a la vez mordaz ejercicio de descubrimiento.

Impacta el compromiso férreo de su escritura. Ernaux aborda estrecheces sociales y de género sin miramientos. Escribe al respecto desde su propia experiencia, con tal pericia que inquieta la nuestra.

He leído apenas cuatro de sus libros. De cada uno salgo distinta, presa de asombro y con un apetito por conocer todo lo que Ernaux expone con su particular manera de contar. Voy por los demás, sin duda.

Talón de Aquiles

Un video tropieza con mis ojos, corre la cortina, los desgarra. La función recuerdo del móvil no conoce el Talón de Aquiles de la memoria.

Ver nuestro baile flamenco es más que volver a un tiempo que jamás encontrará la ruta a este presente. Es sentir el cuerpo roto por añorarse a él mismo, es vibrar de añoranza.

Días del 2019, días que se sienten como un viejo siglo. Tal parece que la Pandemia tendió un puente de longitud desproporcionada, tres años se instalan como décadas de hierro.

No pretendía encontrarme así, feliz y vigorosa, con castañuelas en las manos y aves en la sangre.

¿Cómo iba yo a buscar semejante confrontación? ¿Cómo, el movimiento de la nostalgia? Si conozco hasta el corazón de las entrañas los estragos de la pérdida.

Ella siempre ríe

Visitarla calibra las brújulas interiores. Su envidiable júbilo parece inmune a los estragos que la enfermedad deja a su paso. Pronto cumplirá 50, enfermó a los 17.

Y no sé, quizás lo he olvidado pero no recuerdo haberla escuchado quejándose.

Mi hermana lo ignora, pero esta tarde, con esa manera de convertirse en risa, puso orden en mi muy quejica estado de ánimo.

Faro

Es curioso cuán iluminadoras resultan las más oscuras noches. Misteriosamente, sus tinieblas alimentan el entendimiento. Empujan, muestran verdades que evitamos ver.

Las horas nocturnas agudizan la mente.

La pena, tal parece, en breves instantes posee el inmenso poder de alumbrar.

La imaginación como asidero

La imaginación ha sido fundamental para llegar a términos con la condición irreversible de su ausencia. Imagino, por ejemplo, que no sufrió, que no la vio llegar, que la muerte se le metió en el cuerpo sin romperlo.

Imagino que no fue imprudencia, que llevábamos suficientes salvavidas en la lancha, que desconocíamos los desaciertos del motor.

Imagino que la oscuridad y la violencia del mar fueron infinitos, poderosos, superiores a la fragilidad humana. Nada podíamos hacer.

A veces, la imaginación es inocente, colosal. Confía en su regreso o en algún reencuentro maravilloso. Se deja llevar por la fantasía.

Otras es ácida, permite que amargos pensamientos se filtren cuando la serenidad se hace precaria. En esas ocasiones hace mucho daño.

En todo caso, el mejor regalo que otorga la imaginación es hacer mancuerna con la memoria. Juntas, empujadas por un amor que no sabe morir, lo mantienen cercano, habitante de una dimensión atemporal, en un espacio difícil de comprender.

La imaginación me mantiene a flote, da vida a mi padre en misteriosos planos. Por eso la cuido con esmero.

Soltar sin abatimiento

Agradecemos la franqueza del espejo, su elocuencia, la manera en la que conspira con los focos. Un pudor nuevo impide salir del pequeño vestidor.

Con una sensación de dulce derrota rozamos las prendas, las acariciamos como si se tratara de una despedida definitiva.

Sobre un cuerpo que se encoge sobre sí mismo para alinearse con la verdad de su cronología, aún medio puestas, las vibrantes y preciosas y exuberantes piezas de tela dan la razón al espejo.

Comprar un bikini de pronto se convierte en imposible anhelo, el más absurdo. Las décadas pesan tanto que las dos piezas no pueden con ellas.

Las mujeres de variadas edades, una dentro de otra, dentro de la otra, finalmente se ponen de acuerdo. La versión más joven, una adolescente de dieciocho años que se oponía a esta particular rendición, acepta la realidad.

Cincuenta y varios son muchos para acomodarlos dentro de las dos coquetas piezas.

Nos despedimos en paz, para siempre. Llegó el momento de la calzoneta con poderes mágicos. Dentro de ultramodernas fibras sostiene resmas de tiempo, con tecnológica presión abraza lo que del cuerpo se derrama sin miramientos. El franco espejo lo confirma.

La libertad tiene la bondad de manifestarse de misteriosas maneras. Soltar sin abatimiento la posibilidad de vestir bikini es una de las más cordiales.