Los sucesos de la felicidad que poblaron la infancia son dueños de una fuerza inmensa, casi indestructible. Quizás se deba a que cuando somos niños, la cotidianeidad está marcada por el constante asombro.
El dolor, una posibilidad que no terminamos de digerir. De pronto queda grande, en pausa. Pendiente de hacer lo suyo cuando caduca la inocencia.
Por eso volvemos. A lugares, a recuerdos, a los sabores, a personas. Sobre todo a las personas, a los otros niños, a los pequeños de entonces.
Una añoranza aprieta, un puñado de deseos imposibles.
Y es que a veces quisiera de nuevo ser niña, volver a la vida pequeña, rural, en un lugar que ya no existe, el del principio.
Regresar al espacio y a los días, a los aromas. Desandar los caminos contaminantes, recoger los despojos de inocencia, reconstruir la habitación de la fantasía, restaurar los sonidos.
Es curioso cuán iluminadoras resultan las más oscuras noches. Misteriosamente, sus tinieblas alimentan el entendimiento. Empujan, muestran verdades que evitamos ver.
Las horas nocturnas agudizan la mente.
La pena, tal parece, en breves instantes posee el inmenso poder de alumbrar.
Pillé la victoria francesa de reojo, en un gimnasio desolado. Mi ojo derecho está semi discapacitado, me guiaba el sonido, adivinaba la imagen.
Pues nada, yo que me entiendo estupendamente con la soledad sentí rarísimo, un frío nuevo. La de hoy fue puro desamparo. Nadie había cerca para comentar ni preguntar ni celebrar.
El ojo que tan mal ve hacía intentos por definir las figuritas, al otro que tampoco está en óptimas condiciones no se le daba la gana colaborar. El partido de fútbol sucedía tras una extraña neblina.
Imaginaba a todo mundo sentado alrededor de una mesa, con vasos y risas y grandes cercanas pantallas para vivir el momento. Imaginaba a otros en aquel estadio del otro lado del mundo bañados en la miel de la buena adrenalina. Reuniones celebrantes de ellos, de ellas, de aquellos. Todos en lugares mejores. Desconozco dónde. Reconozco la triste envidia.
En un momento sentí como si el inmenso salón que alberga al gimnasio creciera hasta hacerse descomunal, que el espacio se oscurecía inexplicablemente, que las dos o tres personas que por ahí se movían desaparecían.
Comprendí que la soledad tiene infinitas manifestaciones. De algún remoto sitio cayó un sentimiento aplastante. Fue como si una voz advirtiera que nuestra amistad no es infalible. La soledad -diría esa voz de otro mundo- jamás dejará de retarte. Oculta filos.
Después se esbozó mi imagen en uno de los tantos espejos. Era una sombra, era un fantasma, era una mujer indefinible, sin facciones ni iluminación. Una mujer borrada. Esa visión, quiero creer, no tiene nada de sobrenatural. Es rotundo producto de mis ojos inútiles.
Salí de ahí con movimientos interiores que desconcertaron la tarde completa. Salí de ahí sin el gusto acostumbrado por haberme ejercitado, abandoné el lugar con deseos implacables de huir a otra vida.
Este mundo desarmado necesita poesía para denunciar lo inaudito, para nombrar al veneno, para formular remedios.
El laberinto inhabitable en el que se ha convertido nuestro amado mundo, un mundo desarmado, clama al poeta desde todas sus entrañas. Le pide, lo reta, muestra las heridas.
Armado de palabras, de ideas iluminadoras o miradas desafiantes, con entendimiento incendiario y feroz esperanza, el poeta escribirá las rutas alternas. Preso de sentimiento trazará mapas.
Será su dominio del lenguaje el que nombre las nuevas verdades, puertas a la libertad. Su arrojo a prueba de repudio encontrará la llave que las abre.
La poesía, pregona el que cree, ha encontrado en episodios del pasado horizontes perdidos.
Sostenida por la pluma viva de los autores muertos, la historia lo afirma.
El poeta inconforme da a luz a la nueva conciencia. No conoce otra forma de ser. Su misión vital es transformar sintiendo con papel y tinta. De verso en verso, ama y padece.
Aunque en medio del caos que estremece a la experiencia humana olvidemos la redención que habita la palabra, este mundo desarmado precisa de poesía para reanudar la marcha.
Es noche de viernes, inmensa, envuelve todo. Asoma casi desolada. Fantasmas de música la salvan, colocan piezas de belleza en cada una de sus esquinas.
Es noche de viernes y yo, habitante de su largo tiempo, desplazo el alma en los confines de un libro.
Encuentro el gozo añorado en su piel de papel. Me hundo en su cuerpo sin pensar en faenas del día siguiente.
La mente se deja ir, sumerge turbación y búsqueda en la literatura.
El aire se aliviana. El espíritu florece, la noche puede ser eterna.
La paradoja del arrobamiento creativo es inmensa. Las piezas más profundas surgen cuando el silencio se hace denso, la soledad implacable, la resignación absoluta.
Las palabras sueltan estelas de hermosura cuando se inflaman con el desaliento.
Los textos se crecen cuando aceptamos completo el lado humano del fracaso.
La tristeza se amansa. Ennoblecida, la tristeza se escucha, como fuente inagotable de belleza.
Acaso es la vulnerabilidad total del ser el lugar en donde se consuma la condición de artista.
Tal parece que la pena busca tregua en sentencias estéticas.
Acuático, un río fluido, plácido, vertiente de mansedumbre. Su corriente, una avanzada en armonía, se desliza siempre en la misma dirección, la de los últimos siglos.
Su cadencia, un vals en sincronía con la naturaleza de un sereno andar.
Pero la marea cambia, se transforma como nunca. Pelea sobre sí misma, se pierde, se confunde, nada en sentidos opuestos al mismo tiempo. Se ha cubierto de dolor.
Y es que el corazón humano a veces se desordena. Se le entristecen y desorientan los destinos y los deseos. Se inunda de lágrimas, de heridas que no aprende a ignorar y, como milagro imposible, de sueños nuevos.
El amor y el alma, del hombre o de la mujer, son misterio, son pluviales.
Tarde o temprano crecen, se desbordan sin esclusas capaces de sostener la huida.