La entrada del diario se repite, se anuncia, pregona. Llega feroz cruzando los misterios cibernéticos, rasga los velos del tiempo.
Antes era más manso el registro de la vida. Los recuentos del día y de la noche sucedían sobre la tersura del papel. Los diarios eran mansiones miniatura llenas de palabras, llenas de semanas descritas con dulce caligrafía. La puerta era un pasta hermosa, de color sobrio, con acabados finos, como pared de catedral.
Los días con sus historias dormían plácidos, no importaba si daban cuenta de pura contrariedad, ahí quedaban, discretos. Su pena o su gloria hacía ruido únicamente si se acudía a ellos.
Los diarios digitales son otra historia. Tienen la particularidad —supuestamente aleatoria— de brincar en tu pantalla sin invitación, de reconocer tu mapa facial y abrirse descarados, como quitándose la ropa. Saltan y, aunque imaginario, escuchas un grito perforador. Es como si te dijera,
mirá, lee lo que te pasó hace un año, lo que sentiste. Recordá, mujer, si tu memoria suele ser vasta. Y mírate hoy, seguís en las mismas. Escuchá cómo llorabas, pedazo de desmemoriada.
Eso en un día grosero. A veces, las menos, salta como si bailara, como si cantara, riendo te dice algo como
ahhh…. a que ya habías olvidado este trozo de alegría, si la pasamos de lo lindo ¿Te acordás? Estabas feliz, de tanto gozo brillabas casi. Que no se te olvide. Todavía puedes inventarte una buena tajada de pura felicidad.
Y no sé si me gusta mucho este fenómeno en el que mi diario me hostiga con viñetas de pasado. Tristeza o jolgorio de algo me acusa, poderoso, me hace sentir inadecuada.
Descarrila sin remedio el presente, muy a menudo me parte el corazón.
Y al caminar sus habitaciones construidas con historias largas o frases o silencios, me pregunto ¿Qué vida es esta?