Imperaba, en aquellos 80´s adolescentes, un dogma entre mujeres cuyo origen jamás he podido dilucidar. Era una tradición de recato rígido, una ordenanza casi perversa que acotaba la forma de vestir y de actuar. Éramos malteada, niñas y mujeres al mismo tiempo, apenas cruzábamos el puente de lo uno a lo otro, empujadas por un desvarío hormonal que no se entendía del todo con las imposiciones.
Y ahí estábamos con los cuerpos a punto de salir del cocimiento, con prohibiciones hoy día obsoletas. El largo de la falda, la forma del escote, la holgura de la blusa y, en algunos casos, hasta la altura de los tacones. Todo tenía un límite agudo, severo, ineludible para evitar etiquetas peligrosas. Para no caer en la casta de las deshonestas. Las largas, en otra jerga. Un concepto distinto, también cuestionable.
Los hombros no se mostraban, la línea del escote en el pecho menos. La minifalda, en el pasado sesentero todo un grito de rebeldía, no encontraba sitio en la decencia. La blusa demasiado ajustada provocaba rumores, los jeans eran unos bolsones de otro planeta. Lo más divertido de aquellos mandamientos era que los jueces empezaban y terminaban en el género femenino. Ignoro si los chicos reparaban tanto en eso, como lo hacían en el camino que lograban recorrer con alguna joven.
«No seas deshonesta», decían las unas a las otras, si se deslizaba algún atrevimiento en la forma de vestir.
El término, a todas luces, estaba mal empleado.
La honestidad tiene nada que ver con la forma de llevar la ropa y todo que ver con la manera de convivir, de dar y aceptar. Lo escribo treinta y tantos años después aunque el significado en el diccionario desde entonces era el mismo. El uso que le damos, en todo caso, se ha ajustado.
Conocí en aquella época barroca, a una joven que tenía el inconveniente de habitar un hermoso cuerpo y cometía el pecado de asumirlo sin remilgos. Libre de culpa, fuera de la convención, vestía diferente. Nada escandaloso para esta época, pero su estampa entonces era agravio, un bellísimo agravio.
«¡Es una deshonesta!», decían. «Mírale la blusa sin hombros, se la pone para mostrar mejor las teresas. ¡Exhibicionista!» Yo veía, esa particular noche de viernes, una blusa negra ajustada, de buen gusto, de hombros caídos, el escote debajo de una clavícula perfecta. De las teresas ni asomo, solamente se adivinaban bajo la tela. Y las tenía en su punto, la pobrecita. La cintura la ceñía con un cincho grueso y cometió la afrenta mayor de llevar pantalones pegaditos, satinados, Sandy en Grease al final de la película, y un par de tacones que lo único que provocaban era envidia.
Era una confusión todo aquello. No ver nada malo, escuchar que era lo peor, entender por qué lo decían, no estar de acuerdo pero no hacer nada al respecto. De locos. La adolescencia es una trampa mortal.
Las honestas recatadas la excluyeron del círculo como si tuviera lepra. Y lo que tenía, además de un sentido del humor exquisito, era el cuerpo con todos sus aditamentos puestos donde debían estar, tal vez desde muy joven, y la seguridad para llevarlo como le placía.
Además y sobre todo, Deshonesta era dueña de un corazón cinco estrellas, amorosa con quien le abría la celosa puerta de la amistad, rescatista en tormentas púberes si encontraba alguna víctima. Simpática a morir. Ocurrente.
El grupo de las jueces, que movidas por el miedo o la envidia o ambos la desterró aquel viernes de fiesta, la bautizó para siempre con el sobrenombre de La Deshonesta. De su destierro ni se enteró, creo. Muchas leyendas se tejieron en torno a ella. Su reputación era tema favorito, los enamorados, reales e inventados, ni se diga. Lo cierto es que nunca la vi hacer algo que no hicieran las demás. Si lo hacía, bien por ella.
Lo mejor es que, en apariencia, le tenía sin cuidado lo que dijeran. Conocía su apodo, pero jamás enfrentó a la sacerdotisa que la bautizó. Creo que hasta le causaba gracia. Toda una rareza, era un año mayor que nosotras, todavía ishtas medio mocosas.
En silencio, dos o tres amigas, observábamos con fascinación su proceder. La halagábamos en privado y moríamos por imitarla, aunque no lo admitiéramos. Por otro lado, no éramos aguerridas para iniciar una cruzada en nombre de su causa. Le bajaban el cuero y, nosotras, cobardes, guardábamos silencio. O nos apartábamos. Un colegio de mujeres puede ser una jungla, sin duda.
La vida se llenó de años y la adorable deshonesta se convirtió en lo que sospechábamos desde entonces. Una buena mujer. Una hermosa mujer, una mujer completa. Con sus escotes y mini faldas, con sus blusas de abdomen al aire, ya lo era. Solo faltaba que alcanzara su cima. Como aquella blusa o cierto vestido ceñido que le valió novios imaginarios en simultaneo, la honestidad la lleva bien puesta.
Fue honesta con ella misma desde que vistió su cuerpo como le dio la gana. Aunque tuviera dieciséis años, esa edad macabra en la que no entendemos del todo quién somos, se permitió ser.
Hace unos años coincidí con la sacerdotisa, líder de aquel cónclave. Y vieja que ya es una, abrí una conversación con el nombre y en el nombre de Deshonesta.
«Nos moríamos de envidia ¿verdad?» me dijo, riendo de buena gana. Admití que sí.
La mía era envidia complicada, profunda. Le envidiaba la libertad con la que rompía la etiqueta, la serenidad con la que observaba el rechazo sistemático, la habilidad para ignorar. Sus certezas invisibles.
Debo añadir que mi admiración superaba a los celos. Yo odiaba con todas las vísceras las blusas de vuelitos, pero se ajustaban al canon y las usé con franca hipocresía.
La sacerdotisa dijo sin empacho, «yo le envidiaba todo, desde el cuerpo y la ropa hasta a la mamá, fíjate.»
«¿Por eso le inventabas historias?» no pude resistir la tentación de preguntar.
«Por supuesto.» respondió con toda la desfachatez de sus cincuenta años.