Domingo

El domingo es la aventura que aniquila los pendientes. La tregua tendida al sol.

El tiempo que no anhelamos recorrer, imágenes que deseamos perpetuar.

El domingo iluminado es oportuno para no pensar.

Pero llega su noche y con ella la invasión inevitable de todas las realidades, y con ellas un infinito quehacer imposible de acomodar en cinco famélicos días.

Por de pronto gastémonos al sol, licencia de la fantasiosa evasión.

Ella siempre ríe

Visitarla calibra las brújulas interiores. Su envidiable júbilo parece inmune a los estragos que la enfermedad deja a su paso. Pronto cumplirá 50, enfermó a los 17.

Y no sé, quizás lo he olvidado pero no recuerdo haberla escuchado quejándose.

Mi hermana lo ignora, pero esta tarde, con esa manera de convertirse en risa, puso orden en mi muy quejica estado de ánimo.

Soltar sin abatimiento

Agradecemos la franqueza del espejo, su elocuencia, la manera en la que conspira con los focos. Un pudor nuevo impide salir del pequeño vestidor.

Con una sensación de dulce derrota rozamos las prendas, las acariciamos como si se tratara de una despedida definitiva.

Sobre un cuerpo que se encoge sobre sí mismo para alinearse con la verdad de su cronología, aún medio puestas, las vibrantes y preciosas y exuberantes piezas de tela dan la razón al espejo.

Comprar un bikini de pronto se convierte en imposible anhelo, el más absurdo. Las décadas pesan tanto que las dos piezas no pueden con ellas.

Las mujeres de variadas edades, una dentro de otra, dentro de la otra, finalmente se ponen de acuerdo. La versión más joven, una adolescente de dieciocho años que se oponía a esta particular rendición, acepta la realidad.

Cincuenta y varios son muchos para acomodarlos dentro de las dos coquetas piezas.

Nos despedimos en paz, para siempre. Llegó el momento de la calzoneta con poderes mágicos. Dentro de ultramodernas fibras sostiene resmas de tiempo, con tecnológica presión abraza lo que del cuerpo se derrama sin miramientos. El franco espejo lo confirma.

La libertad tiene la bondad de manifestarse de misteriosas maneras. Soltar sin abatimiento la posibilidad de vestir bikini es una de las más cordiales.

De mil maneras

Extraños inviernos llenan el frío de la mañana. Esta semana se abre camino con un lunes de grises humedades. Y de prisas, tantas prisas. Y de malas pasadas de la cotidianidad. La jovialidad de Diciembre no se deja ver.

Titiritando, observo cómo se afana el hombre en su oficio. Con vigor descalza mi carro, interviene a una llanta moribunda, le devuelve el cuerpo, le devuelve la vida. A mi espalda, la calle enloquece con el tráfico de la mañana. Apenas son las siete pero el caos y el estruendo inundan completos aire y asfalto. El hombre es ajeno al bullicio.

Muy serio, silencioso en lo suyo, con fuerza y pericia, sin perder tiempo, se sumerge en la tarea. Contemplo la dignidad del trabajo bien hecho en el gesto, en las manos, en su forma educada de entenderse con el mundo. Un maestro de la madrugada urbana.

En pocos minutos, con la cadencia de quien sabe bien lo que hace, concluye el trabajo. Con la misma habilidad y el mismo silencio coloca de nuevo la llanta en su sitio. Aprieta aquí y aprieta allá. Analiza la llanta. Le da palmaditas como si fuera la espalda del amigo en una despedida.

Rasgando apenas el silencio concluimos nuestro negocio. Quisiera hacerle preguntas, conversar. Quisiera que me contara su historia. Pero un cliente nuevo lo necesita y la mañana me empuja a retomarla. Otro día será. Concluido su trabajo puedo abordar de nuevo los afanes de un día salvaje para entregarme al mío.

El señor del pinchazo no lo sabe. De mil maneras endereza mi día.

A los ojos

Ver a los ojos a quien te atiende,
a quien te saluda.

Ver los ojos de quien pide tu ayuda.
Leer su aflicción, sostenerla. No importa la brevedad del momento, lo sentirá.

Sonreír aunque la mascarilla proponga una adivinanza. Sonreír también con la mirada.

Tan fácil,
tan poderoso,
tan necesario.

Magnetismo

Tomó mis manos entre las suyas. Luego mis pulgares. Mientras iniciaba ese contacto tan profundamente humano, fue explicando que todo en nuestro cuerpo es asunto de energía, que nos rige el magnetismo. Somos polos y tenemos polos, dijo.

Por otro lado, explicó que en nuestro cerebro hay una suerte de bóveda donde guardamos eventos trascendentales y en la que sobreviven emociones atrapadas, una recámara inconsciente conocida como amígdala.

Sin conocer nada de mi historia personal, mientras sus manos y las mías celebraban una danza en la que eran imanes, fue adivinando vivencias demasiado importantes, casi todas íntimas, con asombrosa precisión cronológica. Su serenidad y conocimiento fueron un regalo. Se llama Paula.

Encontró en el magnetismo de mis manos la llave de la bóveda.

Una a una emergieron las experiencias pivote, las de las cicatrices y las huellas. También abrió una ventana para liberar las emociones encarceladas.

Lloré de asombro y lloré de sentimiento. Lloré porque es lo que hago cuando me descascaran lo que trato de cubrir. Lloré porque es uno de mis lenguajes más elocuentes.

El escrutinio de mis campos magnéticos sucedió durante horas. Se trata de una terapia llamada Biomagnetismo o terapia de imanes, una búsqueda alternativa de cura para distintas dolencias. Gran parte de las enfermedades tienen origen en las emociones, explicó la terapeuta. Su voz, pura miel, sus palabras, toda paz.

Habló del equilibrio, de las afirmaciones ponzoñosas que nosotros mismos imponemos, de cómo somos expertos del auto-sabotaje. Explicó con evidente conocimiento de causa las respuestas del organismo.

He buscado solución a la migraña durante años sin mucha suerte. Desde medicamento profiláctico, hasta pastillas atómicas, pasando por gotitas naturales. A algunos alimentos los he declarado enemigos públicos, he bebido tes amargos de dudosa procedencia, incluso me pinché con filitos de acupuntura. He probado amarrar pañuelos con apretada desesperación alrededor de la cabeza. He probado hielo y he probado fuego.

Lo único que sirve, y debe ser todo al mismo tiempo, es la oscuridad, el silencio, la paciencia y la humildad. Sí, humildad o resignación. Porque es un criatura mucho más poderosa que todas mis versiones.

La migraña, cuando llega manda. Se retira cuando se le da la gana, normalmente después de haber roto un día o una semana. Por causa de su tiranía llegué esa tarde a la terapia de imanes.

Después de encontrar capítulos y desmadejar las emociones o sensaciones que mantienen enfermando al organismo, Paula, sin saber que colocaba en mi vida un inmenso regalo, me acompañó sin prisas en un curioso proceso mediante el cual reescribimos las historias.

Fue un ritual para transformar los miedos, los momentos en que me supe despreciada y que ella fue adivinando, las derrotas, el dolor, las tristezas, el pánico y demás oscuridades.

Algunas experiencias, como la muerte de seres amados, son tan radicales que se reescribe la mirada a la historia, no la historia en sí. Todo un aprendizaje. Una especie de reprogramación o una interpretación desde la luz.

Finalmente llegó la etapa física. Me condujo a una camilla y colocó imanes de potencia poco común sobre todo mi cuerpo. Luego me cubrió con dos gruesas frazadas. Al parecer, el magnetismo y el frío están relacionados.

Llenó el ambiente de musiquín relajante y bajó la luz a media asta. No sé cuánto tiempo transcurrió. Sé que la mente estuvo desdoblada por completo de las atrocidades que le inflijo.

Después de retirados los imanes, sentí gana apremiante de ir al baño. Aquello fue un Iguazú, una larguísima canción. Litros y litros de agua salieron a tropel de mi cuerpo. Estás drenando, explicó.

Las manos fueron instrumento para encontrar respuestas. Los potentes imanes lo fueron para colocar piezas rotas de nuevo en su sitio. Me traje una que otra revelación y la construcción de nuevas esperanzas.

Cuando arribé al lugar, la tarde estaba linda, puro augurio de verano. Llegué muy puntual, sin saber exactamente qué encontraría o qué iba a suceder. Vecino al edificio en donde sería la cita encontré un parquecito. Un terreno irregular verde escándalo, cuidado con esmero. No sé por qué, pero llamó mi atención tanta belleza en tan pequeño espacio. Fue la armonía, supongo, y los árboles. Después de soltar un par de minutos en el parque volví a lo mío. Toqué el timbre.

Lo que sucedió a continuación fue un rito de pura energía. Queda su recuento en los párrafos anteriores para recordarme, cuando la vida apriete, que somos fuerza magnética.

Seamos novios

«Dígale que me dé el sí» me pide. Estamos con la distancia que el momento dicta en la cola del supermercado. Habla recio, como hablan los que no escuchan bien. «Mire que llevo 5 años pidiéndole que sea mi novia y no se decide.» Él no puede ver mi risa, las mascarillas son otra forma de distancia. Pero los ojos se me ponen chinitos cuando sonrío. Al ver mi reacción junta las manos en gesto de gratitud, como quien reza.  

«Dígale pues» suplica. Mis ojos buscan los de ella, se encuentran, levanto las cejas, ladeo la cabeza, volteo las palmas de mis manos hacia el techo. Toda yo, un gesto que pregunta ¿por qué no?

No digo nada, dos metros se interponen y bueno, no es necesario.

«Ya estamos muy viejos, mija» responde, segura y dulce. Y él vuelve a su súplica. Es tan cómico el momento y al mismo tiempo tan bonito.

No sé si es un juego, si alguno de ellos es senil, no sé nada en realidad. Solo deduzco que su edad es disonante con su presencia en un lugar público. Como si leyera mi mente, él responde con aplomo que ya los vacunaron.

Ella está muy arregladita, lleva vestido, su pelo blanco colocado en su sitio, los ojos pintados. Apuesto a que la boca también. Él va guapo, con chaleco tejido sobre una camisa blanca. Los zapatos lustraditos, un bastón muy elegante, como los de anteaño.  

El lenguaje corporal de ambos me hace aventurar la hipótesis de que están en sus cabales, en sus 80´s y, efectivamente, todo apunta a que él la está enamorando y ella se hace la difícil.

No hay enfermera alrededor. No logro ver qué compran. No tengo más pistas para probar mi hipótesis, tampoco tiempo. Me basta la mirada del señor, me basta el coqueteo de la señora.

Y pienso que el amor hoy quiso jugarme una broma para sacudir otras hipótesis. Ojalá le dé el sí, ojalá se lo dé pronto, ojalá lo acompañe de muchos, pero muchos largos y sentidos besos.

Me gustaría haber preguntado sus nombres. Fue todo muy rápido.

Secretos de cocina

Si mi batidora hablara, daría cuenta detallada de mis dilemas sentimentales. Es en la cocina donde los dejo rodar. En ese ruedo en el que practico el hábito de la soledad culinaria, acompañada siempre de música, puedo dar rienda suelta y tendida al ánimo.

Desahogo lo bueno y lo malo, hilvano sueños nuevos y desato sueños rotos. A veces lloro, otras bailo como chiflada. Casi siempre hablo con myself. Al fin y al cabo, nadie me ve.

Nadie excepto la batidora y compañía. La estufa, el micro, el abrelatas, todos ven. Pero ella que está en el centro de casi todas mis recetas es el muelle a quien me aferro. Es leal y sólida y discreta, por fortuna.

Y una es tan cándida que otorga personalidad a simples objetos. Ha de ser por necesidad de conexión o por tonto y excesivo encariñamiento.

Soberana y deliciosa estupidez.

¿Qué vida es esta?

La entrada del diario se repite, se anuncia, pregona. Llega feroz cruzando los misterios cibernéticos, rasga los velos del tiempo.

Antes era más manso el registro de la vida. Los recuentos del día y de la noche sucedían sobre la tersura del papel. Los diarios eran mansiones miniatura llenas de palabras, llenas de semanas descritas con dulce caligrafía. La puerta era un pasta hermosa, de color sobrio, con acabados finos, como pared de catedral.

Los días con sus historias dormían plácidos, no importaba si daban cuenta de pura contrariedad, ahí quedaban, discretos. Su pena o su gloria hacía ruido únicamente si se acudía a ellos.

Los diarios digitales son otra historia. Tienen la particularidad —supuestamente aleatoria— de brincar en tu pantalla sin invitación, de reconocer tu mapa facial y abrirse descarados, como quitándose la ropa. Saltan y, aunque imaginario, escuchas un grito perforador. Es como si te dijera,

mirá, lee lo que te pasó hace un año, lo que sentiste. Recordá, mujer, si tu memoria suele ser vasta. Y mírate hoy, seguís en las mismas. Escuchá cómo llorabas, pedazo de desmemoriada.

Eso en un día grosero. A veces, las menos, salta como si bailara, como si cantara, riendo te dice algo como

ahhh…. a que ya habías olvidado este trozo de alegría, si la pasamos de lo lindo ¿Te acordás? Estabas feliz, de tanto gozo brillabas casi. Que no se te olvide. Todavía puedes inventarte una buena tajada de pura felicidad.

Y no sé si me gusta mucho este fenómeno en el que mi diario me hostiga con viñetas de pasado. Tristeza o jolgorio de algo me acusa, poderoso, me hace sentir inadecuada.

Descarrila sin remedio el presente, muy a menudo me parte el corazón.

Y al caminar sus habitaciones construidas con historias largas o frases o silencios, me pregunto ¿Qué vida es esta?

Visita primera

Cada metro que dibuja la distancia es una decisión, un antídoto contra el peligro. La verja, como si fuera frontera, representa un centinela que advierte hasta dónde podemos llegar. Aguardamos de pie, en la calle, un poco impacientes, tal vez. Desde nuestra posición fronteriza, detrás del rigor de las mascarillas y del centinela de hierro, la vemos aparecer. Asoma con su rostro engrandecido por la sorpresa, con sus manos que hablan y el cabello casi largo a pulso de pandemia. Una enfermera empuja su silla de ruedas. La coloca para nosotras justo en el umbral de la puerta, bajo un bañito de luz. Es mediodía.

Su cuerpo luce vencido, ella luce sonriente. Misterios de su enfermedad. Desayunó huevito revuelto con jamón y queso, responde mi hermana hermosa. Ahora está pintando, cuenta, con crayones de cera.

Hablamos trivialidades, con ella lo simple es divertido y es todo. Es mi primera visita desde que esta prueba ruda empezó. Más de cien días sin vernos y ahí, desde el otro lado de su lugar seguro, soltamos al aire palabras cotidianas para que recorran la distancia extraña y enorme, y aterricen en su umbral. Ella las recibe contenta, no mide los largos metros, no sabe cuánto pesan.

Conversamos como si nada extraño estuviera sacudiendo al mundo. En la brevedad de la visita callejera, nos divierte con sus ya se me olvidó y eso también se me olvidó. Desde su mundo paralelo que ya no se estremece por las atrocidades del exterior, ella sonríe una, dos, cien veces. Sus manos, en sincronía, continúan moviéndose robóticas pero con elocuencia infantil. Y vuelve a sonreír, mi hermana Mayarí.

La despedida es liviana, como si no nos ahogara la noción de que aún falta tiempo para desdibujar la distancia. Es simple, como si no supiéramos que para abrazarla y tenerla cerca y derramar sobre su cabeza los mil besos de siempre, queda en el incierto horizonte demasiada espera.

Por fortuna, ella ni se entera.