Bajones y soluciones

Ayer platicaba con mi amiga Analú sobre los bajones y las soledades. No he de estar sola en esta dimensión de nostalgias y cuestionamientos. Pero encontrar a alguien que sintonice con lo que siento, que conoce cómo esa sensación define rumbos cotidianos, que entiende lo que he experimentado y que coincide en la verdad de que las respuestas se encuentran en nuestro interior, no sucede todos los días. Y ayer estuve con alguien que habita la misma vecindad emotiva que yo. Me unen a ella oficios y pasiones, y tendimos un puente de amplia honestidad. Dijo asuntos tan certeros y lógicos que, como no quiero olvidarlos, aquí los escribo. 
Hablamos del cuerpo y de cómo tiende a sentirse solo. -Nos hace falta el contacto físico con otros seres humanos- explicó. Lo veo con absoluta claridad. Cuando los niños son niñitos, suelen abrazarnos, besarnos y enrollarse a nuestras piernas. Algunos hasta nos hablan con palabras amorosas. Si no lo hacen ellos, se dejan querer. A los bebés no les queda opción.  Besé y apretuje a mis dos chicuelos hasta sentir que los inspiraba completos a través de mi nariz y que de tanto estrujarlos los introducía en mi pecho. Durante aquellos años de infancia no dejaba momento vacío de afecto, o tal vez sí. Pero hoy solo necesito recordar que los tuve pegados al cuerpo, como los llevo prendidos en cada pensamiento, en las intenciones más enraizadas. Ellos ni se enteran, están viviendo lo suyo. Extraño sus manitas, nuestro juego de «nudito», extraño su cercanía con olor a persona que apenas empieza la vida. Ese aroma fresco libre de contaminación y miedo.
Con la pareja suele suceder algo parecido. Se  vuelve menos frecuente el alboroto. Algunos abrazos, besos de buenos días, de «hasta más tarde, que te vaya bien» y de buenas noches. ¿Y abrazos? pues irremediablemente y sin tono trágico se espacian y escasean. Pero los necesitamos, todos -ellos y ellas-  requerimos del buen abrazo. Y muchas veces no caemos en cuenta de qué es eso que tuvimos con frecuencia infinita, y añoramos hasta que altera nuestro ánimo y nos dobla en tres. Son las caricias suaves, el mishito, el machuquis. A nuestra piel le falta piel, de niños, del padre de los niños, de nuestros hermanos, de las amigas que sostienen y alivian, de nuestros padres expertos en el mimo. Fueron ellos quienes prodigaron a nuestro cuerpo el primer cariño con caricias de bienvenida. La añoranza de sentir su afecto inmenso hace estragos a nuestro ser. Mas no siempre notamos tal vacío.
Hablamos también de nuestra relación con la naturaleza. Por supuesto que es vital. Yo acostumbraba a sentarme frente a la ventana a ver la caída del sol. En absoluto silencio de palabras, con la elocuencia de buena música como compañía, generosa con el tiempo que invertía en mi momento. Cuando lo hacía, o cuando lo hago, porque de vez en cuando me recuerdo de cómo un ser humano se hace feliz a sí mismo, me invade una especie de paz. Es una tranquilidad breve pero reconfortante. Esa relación íntima con el sol y la luna y los árboles no debiera perderla. Tampoco he de olvidar a las flores.  La calidad de mi aire sería otra si me aferro a ellos cada día. Hubo una época en que caminaba descalza sobre la grama. Su contacto me prodigaba energía y contento. El paso pesado de la vida, y el desgano que asoma por lo empinado de la ruta o lo repetido del recorrido, me fue borrando sanas ocurrencias. Debería regresar a ellas. ¿Qué lo impide? ¿Quién se interpone? Yo misma, por supuesto. Y los mil pretextos.
 No podemos dejar fuera a la música y su arrullo mágico. En este momento escucho el Ave María de Shubert. En piano y violín, y me regala un viaje a la luna llena.  Han pasado días míos sin un solo acorde. Cómo lo permití, no sé. Yo que crecí escuchando radio,  yo que me aprendía desde rancheras hasta jazz, yo que bailo como si mi vida dependiera de mis pies y mi cintura. Los días de silencio fueron los días de la extrema depresión, aquellos momentos no lejanos en los que lloré sin poder ni querer evitarlo. Lo veo claro. Entre otros asuntos, faltaba canción para cortar el desaliento. La música posee poderes. Poderes que transforman y enaltecen y le dan forma al espíritu. Es tan sencillo tomarla de la mano para siempre.
En plena conversación, entusiasmada mi amiga me dio el siguiente consejo – escribí todos los días «¿Cómo me siento hoy?»- lo dijo con franca sabiduría y deseo de ayudar. Con asombro le respondí que suelo hacerlo, que el quebranto interrumpe de tanto en tanto mi disciplina, pero que lo hago. Hasta eso había olvidado.  Así debiera iniciar cada atardecer mis Evening Pages. Así empiezo hoy.
Hoy me he sentido de diferentes maneras. Amanecí con tanta ansiedad como la que me invadía antes de romperme, antes de los cambios. Y me asusté. Transformé ese estado agobiante  con el ejercicio. Hice una fuerte clase de spinning, y creo que además de las pociones terapéuticas, la actividad física intensa -o no tanto, pero suficientemente dura para mí- combate la melancolía. Es un remedio bastante efectivo. ¿Por qué no convertirlo en algo tan imprescindible como lo son el aire o en agua? ¿Cómo antes? He de procurar mover la masa cada día. Para elevar el alma a la normalidad iluminada que le era tan familiar.
Por último, hablamos de mi ingrediente favorito en esta receta de sobre vivencia: la literatura. Imposible dejarla en el olvido. Las letras me acompañan siempre, en todo momento, poesía o prosa, propia o ajena, los versos y los párrafos son quienes me han sostenido en la más temible de las oscuridades. Y en los días de luz, he recibido gozo exquisito de la lectura.
Son las siete de la noche y después de la ansiedad de la mañana y de la adrenalina ciclística del medio día, ahora siento un sosiego que repara. Y eso es un regalo. En este momento escucho Feelings. No podría ser más adecuado para terminar este texto.

Tú me dices, y yo te digo (largo para tu tiempo…ancho para mi gozo)

Tú me dices…

“No leo la poesía que escribes, porque no la entiendo. No me entusiasma la lectura de tus textos cuando son largos, para leerlos no tengo tiempo. No leo tus letras  de tema triste, porque me desanimo. No leo lo que escribes así, porque me pasa esto, ni cuando escribes asá, porque pienso aquello…”

Y yo te digo…

La poesía, amiga mía, no surge para ser entendida. Es la transcripción de una voz desvariada, irreverente y oculta. Sin razón ni permiso dicta desde la caverna profunda en donde vive o muere, desde esa cueva desnuda que pocos exploramos. Verás, la poesía no se piensa.  Si existe es para ser sentida, se refugia lejos del entendimiento.  ¿No te provoca explorar cavernas con la razón adormecida? No la leas, nada pasa.

Respecto a los textos largos, te pido disculpas por incomodar. Pero ¿Cómo te explico? No es algo que se amordace en los límites de algún tamaño establecido por horarios ajenos. Si resultan cortos o resultan largos, es cuestión de necesidad y libertad.  Las ideas brotan, los sucesos se rememoran, las reflexiones asoman y meter  tijera, créeme, es faena inútil y aburrida. ¿Te da pereza mi escribir de mucha palabra? ¿Te quita el tiempo el rosario de mis párrafos? ¿Te irrita la minucia con la que mi voz escribe y describe?  No lo leas amiga, nada pasa. Nadie muere.

¿Reclamas que te abate la tristeza cuando llega escrita? No estás sola. Alégrate, porque sería un problema mayor si pasara por tus ojos y provocara sólo indiferencia. 

No te gusta esto, no te gusta aquello. Lo único que puedo decirte es que lo siento. Y, en todo caso, en ánimo de ahorrarte agobios, te sugiero que no leas lo mío. De nuevo, nada pasa. Nadie se rompe. 

Poesía, memoria, nostalgia, o lo que sea que el desaforo de una mente de letras hilvane, es, al final del día, pena y gozo para quien lo escribe. Si te gusta ¡qué alegría! Si te disgusta, has de perdonar mi franqueza, pero NO PASA NADA. 

P.D: Supongo que no has leído hasta el final. Mea culpa, de nuevo nace un texto largo para tu tiempo, y ancho para mi gozo.


Aunque esta noche no termina

Aunque es de noche 
desde hace tantos días, 
queda la espera atenta 
por la centella nacarada 
de una luna de estreno.
Aunque desde hace  jornadas
la noche permanece negra,
queda la esperanza de que la luz
lunar y nueva, de leche iridiscente, 
cierre un ciclo de oscuras presencias, 
y de silencios que aun no terminan.
Aunque continúa la noche lineal y larga,
persiste el anhelo por la llegada 
de un amanecer de oro después de la luna.
Un día nuevo cargado con sonidos
de madrugada abierta y blanca, 
con sol y con aves y todo el rocío.
Aunque aun es de noche
en mi alma  cansada,
quedan, dentro y fuera,
esperas y esperanzas. 

Sobre el violinista en mi tejado

Mantener el balance entre tradición y cambio, sobre todo cuando corren tiempos de reto, es como tocar violín sobre un tejado. Más o menos así lo explica el bello judío Tevye en  «El violinista en el tejado». Y bueno, no podría estar más de acuerdo. Todos poseemos nuestro tejado inclinado con un músico en su cima tocando nuestra canción.
 ¿Quién no recuerdo esa maravillosa y sonora película? Es inolvidable.

No sé que edad tenía la primera vez que la vi, pero recuerdo bien lo que me impactó de sus personajes y de la trama. Lo importante para mí, en aquel momento de primer contacto, era que las hijas se casaran por amor y no por tradición. La casamentera, era a mis ojos, la villana, y el viejo que quería casarse con Tzeitzel, la hija mayor, una equivocación rotunda del guión. ¡Ella amaba al sastre! Lo demás era complementario. De cierta importancia, claro, sin embargo el romanticismo habría de prevalecer.

Pero nuestra visión cambia simplemente porque la vida nos cambia. Y cuando vuelvo a verla, ya muy adulta con mucho camino recorrido, aprecio cada detalle de la película en toda su intensidad. ¡Es una joya, caramba! Desde la música, las actuaciones, la escenografía, hasta la tristeza bien llevada del argumento. El día a día de la comunidad judía en Anatevka es  exquisito  y pintoresco. Sus penurias conmueven hasta el tuétano. Mejor lograda, imposible.
Y me veo en Tevye. Conozco bien su constante conversación con el mero Jefe, sus cuestionamientos, su forma de preguntarle por todo y de todo, y la simpática manera en que él mismo se responde. «Por un lado, esto, pero por otro lado aquello…» Es una ternura ese constante monólogo que sostiene el lechero judío, en la Rusia de principios del siglo XX,  padre de cinco mujeres y fiel a las tradiciones. Las peras se le ponían a cuatro, no le quedaba de otra. 
Como lo hicieron sus niñas con esta pareja de judíos tradicionales, los hijos nos enseñan que las tradiciones y costumbres se transforman. Algunas desaparecen del todo y  nacen distintas, producto de tiempos nuevos. Asuntos otrora impensables suceden, exilios reales y simbólicos surgen, silencios nuevos ocupan el espacio.
 ¿Y qué hacer? Pues nada dramático. Como hace este entrañable personaje, ver al cielo a cada rato.  Continuar la conversación con el Mero Mero, procurar estar atento a su voz  cuando decida responder. Y mientras lleguen sus palabras o sus señales, emprender las acciones que el cambio impone y que buenamente se nos ocurran. 
Habrá que dejar que los hijos se vayan a su Siberia o a donde sus sueños los lleven, platicarle con amor a nuestras vaquitas lecheras, después de todo nos dan sustento. Lodo o nieve hemos de jalar nuestra carreta por todos los caminos, ante eso no hay alternativa. Y, al igual que el violinista lo hace sobre el tejado, no permitir que el balance nos abandone. Precisa continuar con nuestra canción, pase lo que pase, aunque la vida nos exija peripecias mágicas para lograrlo.    
 ¡Y cómo olvidarlo! No quisiera perder jamás el embeleso de luciérnagas que la música del violinista y de todo el universo nos instala en el alma. Cantemos en el granero, aunque solo las vacas nos escuchen. «If I were a rich man…lalala». 

Se sobreviven

¿Y qué hacer cuando nos atacan catástrofes existenciales? ¿Caos interno, a medias entre lo imaginario y lo real, contundente y  lacerante? Habrá que descubrir cómo manejar esos sismas entre lo de antes, lo de ahora y, peor aún, lo que viene.
 Ese futuro atroz y desconocido; o tal vez no tan macabro pero sí impredecible. Sabrá la vida de cuánta extravagancia y escándalo llegará acompañado. Será menester nuestro asumir el peso de sus asuntos sin perder la compostura y el juicio.
Enfrentaremos nuevas certezas. Como la compañía perpetua, hasta en el ataúd en el que nos entierren, de los lentes de lectura. Eso si lo que queremos es enterarnos de qué sucede aquí en los últimos momentos y en el más allá cuando lleguemos. Porque la letra terrenal y supongo que la del otro lado, tiende a empequeñecerse. Por no decir que es nuestra vista a la que se le encojen las capacidades. Sin remedio.
Ni hablar de los nuevos tropiezos metabólicos. Es de aceptar, por inaudito que resulte, que tendemos a la inflación grasa infinita, que ya no podemos comernos una crepa de Nutella doble, con helado de vainilla y capuchino, sin amanecer al día siguiente con el cuerpo como si la crepa en lugar de digerirse se multiplicara  por tres millones. Invade la barriga y zonas aledañas, especialmente se ubica en esa parte del cuerpo que usamos para sentarnos. Como si cuerpo y golosina conspiraran y decidieran que lo que les corresponde para ubicarnos en nuestra cronología, es conquistar territorio corpóreo y engrandecer la talla. Lo mismo sucede con los pasteles, la pizza, las verduras, el aire. Llega el día de caos existencial en que lo que comas y lo que no, te engrandece la anatomía. Así no más.   
En el plano físico podría seguir y seguir. Desde el pelo que se cae, las uñas que se rompen, hasta la piel que se llena de caminos y cañones y la escandalosa inversión que requiere mantener un botiquín aperado para esto, para aquello y para todo lo demás. De la dificultad para dormir ni hablar.
 Pero lo que más me sorprende son los huracanes que despiertan en nuestra alma, y que ponen al ánimo de cabeza, al entusiasmo en coma, y nos dejan sin aliento. Se agigantan las nostalgias, se multiplican las preocupaciones. El sentimentalismo, gran dictador de los adultos en proceso de depreciación acelerada, nos postra de rodillas ante las pequeñeces y ante las profundidades sin hacer diferencia entre una y otra. Como si nuestro temple fuera a prueba de balas. Desde una canción del pasado que evoca juventudes felices, hasta un hijo a quien le  estorba nuestro rosario de cientoquinientas llamadas en una hora, hasta la ausencia de una amiga.  Añoramos aquellas épocas, añoramos la vida de nuestros muertos, añoramos a quien alguna vez fuimos. Añoramos ser indispensables para nuestros pequeños, si es que acaso alguna vez lo fuimos.
Menos mal que aveces el decoro y el sentido común nos ubican. Y desgranamos lo real de lo imaginario, ponemos en perspectiva asuntos varios. Resignados pero con ilusión compramos lentes de lectura. Como antes buscábamos un jeans, procuramos lo más fashion del creciente  mercado de la presbicia. Los lentes de lectura de ahora en adelante serán nuestra más fiel y necesaria compañía. Una ventana al mundo.
Comemos postres con gozo y encanto. Y al día, la semana y el mes siguientes, al bañarnos cerramos los ojos cuando pasamos frente al espejo. O quitamos el espejo. 
Y lo más difícil. Como si una fuerza superior nos iluminara, decidimos no llamar tanto a los jóvenes. ¿Mencioné que es lo más difícil? Si nos necesitan, ya ellos nos marcarán. Y si no lo hacen, pues lo asumimos con compostura.

Sí. Procede fabricar milagros para apalear las catástrofes existenciales que las décadas inclementes otorgan. Pero se sobreviven y con suerte, hasta les ganamos el pulso.

Como si tuvieras un cuco

«Es como si tuvieras un cuco, de esos que se te hacen en la rodilla cuando te caes. Una herida que te duele y arde, que sangra y necesita secar. Si te la pasas tocándola, si no la dejas respirar, tarda más en sanar. No se le forma bien la costra, no se cae tan pronto y no empieza su proceso de cicatrización. La hurgas con tu dedito todos los días y por eso no se hace pequeña. Eso mismo pasa cuando llorás tanto su muerte y haces tantas preguntas sobre el accidente. No dejas que tu herida respire, y así no sana.» 
Eso me  explicaba mi mamá anochecer tras anochecer, con más o menos detalle, cuando me encontraba llorando. Y es que su ausencia me ardía más conforme el día se terminaba. Cada una de las noches que sucedieron al accidente lloraba. Miraba fijamente a la puerta esperando a que mi papá apareciera, como lo había hecho siempre para darme un beso y preguntarme o contarme algo. Pero no volvió jamás.  Por eso lloraba. Fueron lágrimas de niña que se partía de abandono, de miedo, de incredulidad ante la certeza de que no volvería a ver a su amado papá nunca. Era el llanto de una pérdida entendida a medias, mezclado con gemidos muy infantiles. Tenía nueve años. 
 Lloré con desgarro infinito porque para mí, todo, absolutamente todo el universo había cambiado. El pasado, el presente y el futuro eran otros. El pasado porque de súbito se alejó de la realidad. El presente porque el dolor era intenso y el miedo crecía con el paso de las horas. Y el futuro…yo no quería futuro sin él.
No recuerdo cuantas noches fueron. Pocas no, esta escena que no cesa de volver a mi mente habrá sucedido en cuestión de no sé, ¿treinta veces?  Más. Porque  el escenario era mi dormitorio en la casa de Mixco. Y nos mudamos de ahí tres o cuatro meses después del accidente. Mi habitación de madera y ruidos, el clóset de acordeón que parecía tener vida propia, mis muebles Lecanos que partieron conmigo. Todos presentes en este episodio repetido noche a noche. 
La pena ha continuado durante más de tres décadas, la sensación de pérdida persiste, aunque ha amainado su capacidad de infligir dolor. Ha mutado. Es casi una cicatriz, serena, la mayoría de los días. Un poco de llanto surge de vez en cuando, y mucha necesidad de hablar sobre esos escasos años que lo tuvimos.
 Al mudarnos quedó en aquella habitación, a la que no volví jamás, ese llanto agotador plagado de cuestionamientos infantiles y las falsas fantasías de que un muerto, por ser el mío, podría  regresar a la vida. Mi llorar de esa forma se quedó allá como un fantasma que no puede moverse del lugar en donde vivió. 
Mudarnos de Mixco a la ciudad supuso un antes y un después. Un nuevo inicio sin la presencia de mi papá. Una nueva manera de llorarlo. Menos angustiaste, sin falsas esperanzas de milagros imposibles,  igual de triste. Pero después de todo, fue un volver a empezar.
A veces amanezco dando vueltas alrededor de los acontecimientos de antes y los de ahora. Si en aquella época, una viuda joven y sus niñas pequeñas fuimos capaces de abrir la puerta a una nueva forma de llevar la vida; si ante semejante suceso, tan definitivo, rotundo por demás, como lo fue la muerte de un muy joven papá, logramos caminar de nuevo por rutas alternas sin bloquear los recuerdos, sería el colmo no poder levantarnos y continuar ahora. Con semejante escuela, con la experiencia de aquella tempestad sobrevivida, solo debiera haber espacio para, de nuevo, volver a empezar. Ya tenemos noción de cómo se logra, al cuco no se la hurga, para que cicatrice…empecemos por ahí.

Busco a la niña

Busco a la niña.  En estos momentos de vacío y grisura, necesito su risa de ánimo fresco, su convicción de que las maravillas existen, su sueño constante. Añoro su certeza de que volar es posible, su ilusión de girar ligera y libre para siempre. La veo escuchando música, riendo a carcajada limpia, hablando sin parar. La imagino como entonces y la extraño como nunca.
Voy quitando las capas que, como arañas que tejen hilos invencibles, los años formaron dentro. Las arranco poco a poco y brotan imágenes de los momentos que la hicieron huir hacia el interior. Con picas de desesperación golpeo los muros que el dolor y los desencuentros levantaron. Lucho contra esas paredes gigantes que tanto asustaron a la pequeña y la cubrieron de sombras y silencio.
Bajo esa tela de hilos macabros, detrás de ese muro sombrío, agazapada se oculta para que la vida no la rete de nuevo, para que no la encuentre. Procura desaparecer para que el tiempo no la golpée como antes. Ella se esconde, se protege. Y yo la necesito.
La llamo a gritos, le imploro que vuelva con su inocencia y valentía y ese sentido del humor de miel y color. Quiero de nuevo conmigo a la niña que fui. Cercana y sólida, como fue en aquellos felices años. 
Busco a esa pequeña con mi cara de antes, con mi voz de alegría, a ella que soy yo misma hace tanto y que cantaba y reía en mi interior. Nadie mejor que mi versión infantil podrá ayudarme a recordar lo bueno, a creer otra vez, a imaginar y planear y a volver a sentir. A ser de nuevo.

Antigua Irrepetible

Es eterna y hechicera, es solemne y seductora. La Antigua es irrepetible. Me llama con sus voces de leyenda y los fantasmales cascos de caballos que en otra época anduvieron su empedrado. La Antigua es la Antigua. Y aunque ahora lleva puestos en sus muros nombres citadinos como Barista y Pollo Campero, sigue hablando de caballeros de Colonia. 

Desde niña me intrigaba. Escuchaba con atención anécdotas de la época en que mis abuelos vivieron ahí. Era la tierra venerada de mi tío Roberto, y poco a poco caí en cuenta de que todos los míos tenían alguna aventura antigüeña. Durante mi niñez La Antigua empezaba en la calle del Arco que era también la calle del tío Roberto, y terminaba en la tienda de Doña María Gordillo y sus dulces de azúcar mágica. 

Era vasta y suficiente para deslumbrar mi pequeñez. 

Hubo en mi pasado alguna Semana Santa de alfombras que dejó corozo en mi olfato.  Año Nuevos celebrados en el Ramada me acompañaron en el descubirmiento que sucede entre la niñez y la adolescencia. El olor y movimiento de su aire, el pan de pasas con canela de doña Luisa, los libros antiguos apilados en las aceras para gastar mucho tiempo y poco dinero, se me quedaron dentro. 

La libertad estrenada de mi juventud me llevó a una banca del parque central, cierta tarde de octubre en la que descubrí que allí la luna baja más cuando un músico la llamó con un acordeón. Y ni la canción ni la luna ni la tarde se me borrará jamás de lo más feliz que alberga mi memoria. Tampoco el helado de carretilla que me compraron y la conversación franca sostenida mientras veíamos la Fuente de las Sirenas. 

Nada es igual cada vez que la visito. Aunque todo esté en el mismo lugar, aunque el camino sea el mismo, la siento diferente. Le cambian las sombras, la luz, los olores…las gentes. Solamente la presencia del Volcán de Agua y su constante vigía sobre los humanos que vamos y venimos en esa cuadrícula de caminos, permanece inmutable. 


Las ruinas, cada vez más añejas –como nosotros- parecen ancianas sabias. Rodeadas del color con el que los mercaderes les recuerdan el siglo que corre, no pierden su encanto de ayer. 

Los años adultos no hacen más que magnificar mi admiración por esta ciudad nuestra. Visitarla me procura una felicidad de incienso y nuégado. La capto con mi lente, con mi memoria, le escribo notas o versos, pero su espíritu de ayeres y presentes es tan intenso, que siempre dejo algo para la próxima visita. Y con menos frecuencia de la que quisiera, regreso a ella para recorrer la vida que le camina por sus calles.

Vuelvo para buscar alguna novedad que me alimente, suelo encontrarla.

 


Río Esmeralda

Llevo en el cuerpo

corrientes universales.
Un río amplio y constante
me recorre toda, inmenso
afluente verde y valiente
de palabras y sonidos.

Torrentes de esmeralda
fluyen desde  mi frente
atestada de ideas floridas,
hasta la tierra que recibe
mi paso desnudo de
curiosidad interminable.

Corrientes de frases en armonía
con la humedad de mi boca,
bajan de la garganta al pecho,
abrazan mi cintura, y apagan
la sed de mi vientre dormido.

Agua viva me camina dentro,
agua pura en la que habitan
historias de amores y niños.
Gotas con palabras, listones
vivos, cristalinos de poemas,  
de cuentos  libres y abiertos.
Son hilos húmedos trenzados
con las leyendas de siempre,
arroyos de tristezas o alegrías,
de lamento y de denuncia.
Un río inmortal de imágenes
nace  dentro de mi centro.
Ágil o sereno, a veces desbordado,
me recorre y atraviesa entera,
con algo de vida
y con toda la muerte.