«Es como si tuvieras un cuco, de esos que se te hacen en la rodilla cuando te caes. Una herida que te duele y arde, que sangra y necesita secar. Si te la pasas tocándola, si no la dejas respirar, tarda más en sanar. No se le forma bien la costra, no se cae tan pronto y no empieza su proceso de cicatrización. La hurgas con tu dedito todos los días y por eso no se hace pequeña. Eso mismo pasa cuando llorás tanto su muerte y haces tantas preguntas sobre el accidente. No dejas que tu herida respire, y así no sana.»
Eso me explicaba mi mamá anochecer tras anochecer, con más o menos detalle, cuando me encontraba llorando. Y es que su ausencia me ardía más conforme el día se terminaba. Cada una de las noches que sucedieron al accidente lloraba. Miraba fijamente a la puerta esperando a que mi papá apareciera, como lo había hecho siempre para darme un beso y preguntarme o contarme algo. Pero no volvió jamás. Por eso lloraba. Fueron lágrimas de niña que se partía de abandono, de miedo, de incredulidad ante la certeza de que no volvería a ver a su amado papá nunca. Era el llanto de una pérdida entendida a medias, mezclado con gemidos muy infantiles. Tenía nueve años.
Lloré con desgarro infinito porque para mí, todo, absolutamente todo el universo había cambiado. El pasado, el presente y el futuro eran otros. El pasado porque de súbito se alejó de la realidad. El presente porque el dolor era intenso y el miedo crecía con el paso de las horas. Y el futuro…yo no quería futuro sin él.
No recuerdo cuantas noches fueron. Pocas no, esta escena que no cesa de volver a mi mente habrá sucedido en cuestión de no sé, ¿treinta veces? Más. Porque el escenario era mi dormitorio en la casa de Mixco. Y nos mudamos de ahí tres o cuatro meses después del accidente. Mi habitación de madera y ruidos, el clóset de acordeón que parecía tener vida propia, mis muebles Lecanos que partieron conmigo. Todos presentes en este episodio repetido noche a noche.
La pena ha continuado durante más de tres décadas, la sensación de pérdida persiste, aunque ha amainado su capacidad de infligir dolor. Ha mutado. Es casi una cicatriz, serena, la mayoría de los días. Un poco de llanto surge de vez en cuando, y mucha necesidad de hablar sobre esos escasos años que lo tuvimos.
Al mudarnos quedó en aquella habitación, a la que no volví jamás, ese llanto agotador plagado de cuestionamientos infantiles y las falsas fantasías de que un muerto, por ser el mío, podría regresar a la vida. Mi llorar de esa forma se quedó allá como un fantasma que no puede moverse del lugar en donde vivió.
Mudarnos de Mixco a la ciudad supuso un antes y un después. Un nuevo inicio sin la presencia de mi papá. Una nueva manera de llorarlo. Menos angustiaste, sin falsas esperanzas de milagros imposibles, igual de triste. Pero después de todo, fue un volver a empezar.
A veces amanezco dando vueltas alrededor de los acontecimientos de antes y los de ahora. Si en aquella época, una viuda joven y sus niñas pequeñas fuimos capaces de abrir la puerta a una nueva forma de llevar la vida; si ante semejante suceso, tan definitivo, rotundo por demás, como lo fue la muerte de un muy joven papá, logramos caminar de nuevo por rutas alternas sin bloquear los recuerdos, sería el colmo no poder levantarnos y continuar ahora. Con semejante escuela, con la experiencia de aquella tempestad sobrevivida, solo debiera haber espacio para, de nuevo, volver a empezar. Ya tenemos noción de cómo se logra, al cuco no se la hurga, para que cicatrice…empecemos por ahí.