Sin autorización

“Es que una no debe hacer lo que a una no le gusta que le hagan.”

La madre del padre de mis hijos respondió desde su lugar en el tiempo y en la vida. Lo dijo con autoridad, como si con ese tono y esa cadencia pudiera cerrar puertas a la posibilidad de otra respuesta. Hablábamos de escribir, de los temas en la escritura, de la perversidad de publicar. De mi perverso anhelo de publicar lo que escribo.

Muchas respuestas brotaron con violencia, al mismo tiempo. Todo en mí era pura respuesta. Formaron pelotones en la punta de mi lengua, murieron antes de convertirse en palabras.

¿Cómo le explicas a la generación anterior, a su condición de recato, que escribir no es un ejercicio que gira alrededor de la pareja, de la familia o de nadie, ni siquiera de quien escribe? ¿Por dónde empezarías? Si para ellas y ellos y los que les antecedieron, si incluso para algunos de nuestra misma generación, toda intención o acción tiene como ombligo al otro. Sobre todo si se trata de las mujeres. La tradición acarrea condenas decimonónicas.

Las mujeres de esa estirpe van por la vida caminando sobre cáscaras de huevo. Cuidando lo que dicen, lo que hacen, lo que sueñan. Lo que piensan, cómo visten. Y si escriben, lo que escriben. Mejor si no lo hacen. Viven bajo el acecho de una sinuosa campaña de censura, un filtro perpetuo que tamiza lo que a él ha de agradarle o parecerle. Viven con miras a la completa autorización del cónyuge. Fallar supone un precio que duele.

“Es lo que toca.”

La conversación sucedió hace más de diez años pero por las ingratas maneras en las que ciertos cabreos se instalan en nuestro centro, escucho sus palabras con frecuencia ridícula. Reconozco con admiración que esas generaciones de mujeres poseían y poseen temple supremo y vocación de mártires. ¿Cuánta energía requiere ir por la vida con la misión de jamás incomodar al otro? ¿De cuánto se han privado? Editar al propio ser es una tarea titánica. Esas mujeres son titanes. Mutiladas pero titanes.

Desde que aprendí el abecedario, escribir ha sido esencial. Las palabras son oxígeno y gozo, camino y destino. Cada texto, no importa el resultado, me concede placer, una particular felicidad. A veces, el gozo es tanto que cruza fronteras, migra del plano mental al físico. Enciende mi cuerpo. Convoca risa, llanto y rubores que ruborizan. Escribir ha sido el mejor recurso para encontrar serenidad, para ser yo misma.

Escribir me define casi tanto como leer. Escribir salva, se ha dicho. A mí me mantiene viva en un lugar solitario y luminoso. Sin embargo, en ocasiones, he permitido que la camisa de fuerza de la convención me amarre.

Ordeno archivos en mi computadora. Es enero y no quiero postergarlo más. En este afán tropiezo con más carpetas de las que tenía inventariadas en la memoria. Son bóvedas que resguardan relatos, textos indefinibles, ensayos e intentos poéticos. Es una cantidad asombrosa. Seguramente, algunos se repiten con ciertas modificaciones u otro nombre. El disco de mi computadora padece por un pesado acopio de retazos literarios. Incluso, el principio de una novela fallida levanta tímida la mano desde una carpeta identificada como 2018 tal vez novela. Qué tontería, para borrarla.

Muy pocos de estos relatos han sido publicados. Fuera de la dificultad que representa publicar en un país como el nuestro, el inconveniente, creo, ha sido una combinación de inseguridad con cobardía crónica. Muchos de los textos son crudos, oscuros, algunos salpicados de erotismo, otros de sangre, muchos de denuncia, casi todos de dolor. Una multiplicación de demonios iluminados afloran en las frases, como si al escribirlos su fruición macabra me hubiera poseído.

Los otros textos, los menos, poseen una ingenuidad que dejé perdida hace tiempo. Por lo mismo, al leerlos no puedo evitar vislumbrar una distancia espinada entre quien soy y quien fui al escribirlos. El hastío es capaz de cavar cañones.

La cobardía crónica impide que asuma lo que procede y lo intente. La vida se dio tanta prisa que hoy, con cincuenta y varios años encima siento que lo mío está fuera de lugar. Yo estoy fuera de lugar. Pensándolo bien, no se trata solo de cobardía, porque el precio de incomodar a estas alturas es inexistente. Predomina un cansancio anguloso, espeso. Un agotamiento que me invita a llorar.

No he dejado de escribir, aunque reconozco que no lo hago como antes. No con la frecuencia, ímpetu y euforia con la que dedicaba horas de horas, casi siempre de noche, a redactar cuentos. En cuanto a la poesía, una barrera como humareda se ha instalado entre ella y yo. Ha sido tanto el desencanto en tantos aspectos que la fuente tiende a secarse.

La sentencia que esa buena mujer soltó en mi aire para quedarse instalada, sin que fuera su intención, hoy pega de gritos. Sin consciencia, traicioné mi apasionado gozo. Hubo un tiempo en el que soñé con la perversidad de publicar. No pensaba en otra cosa. Publicar puede ser una osadía que en nuestro entorno de caminos de cáscara de huevo, que para mi generación siglo XX maniatada por tantas normas, muchos ven como extravagancia casi arrogante. Aún así, no hago las paces con el hecho de que no intenté lo suficiente. Soy incompleta. Y planteo preguntas.

¿Si escribir siempre me ha dado la vida, porque permito que me suceda esta muerte?

Un comentario sobre “Sin autorización

  1. Y debes de seguir escribiendo. Escribir es muy sanador. No hay que dar explicaciones, bendito y afortunado el que he encontrado ese refugio, esa escondite propio. Es como «una habitación propia» Buen día. 💐🎈🎈🎈

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