Algún autor cuyo nombre he olvidado en algún libro cuyo título tampoco recuerdo escribió que mientras lloramos no pensamos.
Solo así. Se llora en blanco.
Y me quedé dando vueltas a su idea, hilvanando propias.
Pues nada, a mí que la oferta de llanto me sobra con creces sobre la demanda de sentido común, me hizo caer en cuenta de una verdad tan íntima como irrefutable.
Lloro de asombro, de alegría, de enternecimiento. Lloro de angustia y lloro de enojo. Lloro por los recuerdos abarrotados, por las pérdidas que les acompañan, lloro cuando la música me adivina los arrojos.
Lloro porque el tiempo anda afanado saturándome de resignaciones. Lloro porque aún quiero hacer mías millones de ideas y la existencia se empeña en contraerse.
Lloro porque sé que las lunas de los afectos tienen un lado oscuro. Lloro porque esa sombra me queda grande.
Lloro porque el libro está por terminar y yo me quiero quedar en su historia.
Lloro porque me lo pide la vida para descompresionar los agujeros que le abro por acumularle tanto llanto.
Y, pensándolo bien, lloro para no pensar en lo que me invita a llorar.
Razón doy al autor cuyo nombre he olvidado. El llanto es una pausa en el afán del raciocinio que pone en libertad las demasías del corazón.
Me identifico con tus razones para el llanto.
Es tan liberador, tan dulce y amargo, que pacifica los sentimientos y abre camino para andar por la vida.
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Otra cosa que tenemos en común, esas lágrimas que aparecen sin avisar, sin darnos tiempo a disimular todo eso que sentimos. ¡Y cada día son más descaradas!
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