Patricia, cuando muera, tenés la misión de poner esta pieza en mi funeral.
No importa qué digan. Le pido algo así a ella porque es la indicada, sé que comprende. Que la ponga, que escuchen. Tal vez alguna de mis partículas aun flote en el aire, tal vez también yo logre oírla una última vez.
Charlábamos por whatsapp a deshoras nocturnas, durante los abismos más oscuros de la Pandemia. Los trinos de la obra musical cruzaron el ciberespacio para anidar en su noche. La tecnología posee en momentos lúgubres un encanto casi poético.
Nicté, yo quiero que pongas esta el día de mi muerte.
Como respuesta recibí la suya, su último deseo musical, una pieza de dulzura avasalladora.
Algunas más volaron de ida y vuelta en un invisible nocturno. Violines y pianos y chelos.
Después de compartir cada una su pequeño abanico de deseos instrumentales, melodías que por ser parte de la historia personal se han tatuado en la fibra, celebramos el pacto.
La noche, extrañamente larga, y la distancia, impuesta por mandato superior de la naturaleza, fueron cómplices.
He tomado nota, dije.
Yo también. Espero no tener que cumplir la misión pero te lo prometo, respondió.
Ya verás. Serás tú quien haga de DJ mortuorio cuando me vaya. Nadie mejor. Te quiero y, en caso sea al revés, también lo prometo.
Escribí esto como si fuera dueña de semejante certeza.
Nos estamos pidiendo algo muy difícil. Eso solo se pide a las verdaderas amigas. Gracias por confiar.
Con estas últimas frases, Patricia se despidió aquella noche.
Al día siguiente intercambiamos mensajes sobre la práctica cotidianidad. Un gramero, abono orgánico y minucias que solemos compartir, a veces para no sentirnos tan solas, cada una en su microcosmos, otras por pura complicidad.
Luego le conté que estaba escribiendo un cuento sobre nuestro presunto último adiós. Y lo escribí.
Pero este día de lluvia plomo, como si abriera un baúl, he rescatado una vieja verdad. No hay ficción que supere a la vida cuando dos amigas se prometen música para su funeral, cuando saben que pueden escribirle a la otra Estoy mal sin importar la hora.
Cuando pueden llamarse para llorar sin decir mucho o sin decir nada.
Hoy llamé a Patricia. La llamé para escucharla llorar, para sostener una ínfima parte de un duelo que, sé muy bien, le horada el alma en lo más profundo. Ha muerto un amigo suyo, un amigo, como ella dice, no negociable.
Y además de escucharla, con el lenguaje universal de la música, he compartido desde la distancia un trozo melódico que le procure compañía.
Hoy que hay plomo, hoy que hay lluvia, hoy que hay duelo, Patricia, mi amiga no negociable, sufre.
Desde mi espacio, como si fueran pañuelo, comparto un chelo y un piano, en un intento de dar consuelo.
Somos tan efímeros, que muchos nos vsmos sin decir adiós. Pero mientras queden amigas como tú, se llora un poquito menos.
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Así es…
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Me ha dejado encantado tu Canción de despedida. ¡Qué hermosura!
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Y yo, la amiga no negociable, llora a su amigo no negociable un poco más y un poco menos cada vez que leo estas bellas palabras de mi amiga escritora (tampoco negociable).
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