Acérquese a la ventana, me piden. Son las once de la mañana y estoy de turno en la oficina. Impera la metódica distancia, la ausencia a medias y el aroma de pandemia. El ambiente y el ánimo son gobernados por un silencio que empieza a ser rutina.
Extrañada, me asomo al ventanal. Estoy en un segundo piso. Veo a través de las persianas y ahí está, con su pelito blanco, su mirada puroamor, una mascarilla enorme que le cubre casi todo el rostro y una caja de donas.
Mi madre, mi adorada madre, mi madre escapista, batiendo los brazos, saluda desde el estacionamiento como lo hace un niño en la playa cuando adivina un barquito. Con una emoción que no vi llegar, somato el vidrio para que sepa que ahí estoy. Pero no me ve porque el sol suelta un reflejo tosco sobre el cristal.
Rompo protocolo y distancia y bajo de prisa las gradas. La alcanzo y se derrumba el andamiaje que tan bien armadito he mantenido. Continuó rompiendo todo, menos el abrazo. Sin poder –o querer– evitarlo, rompo en llanto. Fue mi única visita de cumpleaños, la mejor.
Formas variopintas de amor existen, la suya es sólida, incondicional, perpetua.
¿Qué puedo decir? Soy sentimental a más no poder. Sin los hijos cerca, sin canciones ni pastel ni velitas, mi vieja con su caja de Krispie Cream no permite que el cumpleaños de su hija resbale entre este montón de días en los que nos hicimos seres solitarios.
Quedo rota, sí. Y agradecida.
Me partió a la mitad.
Me gustaMe gusta