DE LOS ADOLESCENTES Y EL PUERTO

Hace diez años, planear un viaje al puerto era pan comido. El entusiasmo era unánime. Una mochila de Pokemon y otra de Monsters Inc. bastaban y sobraban para llevar a un par de niños a pasar dos días de arena y sol. Una caja de Sabritas, algunos doble litros y una bolsa de juegos de playa complementaban la carga.  Las calzonetas y los inconvenientes eran tallas mediana y pequeña…¡de niño!
 Pero crecieron, y ahora es Misión Imposible. Ya no tengo mucha vela en sus entierros. Uno tiene clases y la posibilidad de trabajar una tarde de sábado. Lo cual es bueno porque casi tiene veinte años. El otro, un niño de dieciséis, que siente que la vida corre y él no la alcanza, considera apocalíptico ausentarse de la ciudad un sábado de su vida. Se puede acabar el mundo. Un partido de futbol que se celebrará en un país del viejo continente,  entre dos lejanos equipos alemanes, no puede dejar de verlo con los amigos. Verlo con su papá –quien lo invitó- sería sacrilegio o algo parecido. Luego viene el show de baile de una amiga, al cual sería suicidio no asistir. Por último, está LA fiesta –como la de semana anterior, y la de otras muchas semanas- que no puede perderse, porque sucedería un cataclismo universal. Mientras tanto, el año se traga otro fin de semana y me quedo con la gana de sentir el mar.

“Yo me quedo, no se preocupen”, dice el adulto de dieciséis. El tiempo se ha llevado nuestra juventud, pero no el sentido común. Y aún no padecemos demencia senil como para dejarlo a la mano de sus inquietas intenciones. Tal vez el próximo fin de semana, si no hay fiestas, ni shows, ni partidos vitales para que un adolescente sobreviva, lo logramos. 


AMOR DE NOVELA

Me enamoré de la literatura desde que era niña. Como todo buen amor,   el nuestro no ha hecho más que crecer y evolucionar.  Me ha regalado millones de lecturas, que en parte  han definido,  quien soy. Existen libros que devoro como al mejor de los chocolates, empiezo rápido, asombrada ante sus maravillas. Después, realizo que va a terminar, y no quiero. Bajo la marcha y lo saboreo despacio, con calma. Digiero y disfruto cada oración como que fuera la última que leeré en mi vida. Y al cerrarlo por última vez, repaso  cada uno de los tesoros que sus páginas trajeron.


A mis cuarenta y tres años, creo que he perdido la cuenta de cuanto he leído. De permitirlo la naturaleza, añadiría capacidad de memoria a mi mente, para almacenar cada uno de los detalles que la han alimentado a través de mis libros. He llenado el disco con un sin fin de historias. Algunas tratan sobre familias, otras sobre amores (mis favoritas), las hay sobre conflictos entre países, otras son bellas novelas históricas. No han faltado las memorias y biografías de personajes, gigantes o pequeños, que han dejado huella. También existen mis libros duende, esos que busco y vuelvo a leer porque me dan consuelo a la hora de las sombras. 

Y están  los textos que llamo naranjas, o mandarinas si son pequeños. Son dulces, jugosos y llenos de vitaminas. Tienen un gusto exquisito y refrescante.   Dejan a su paso, una picazón de corazón después de conocer sus simples  prodigios.

 Si, la literatura es vital, rotunda e imprescindible, el mejor los amores. Provoca  una sensación de asombro que no se gasta con el paso del tiempo. Mientras tenga a la mano un duende,  alguna prosa inteligente, llena de historia o romance, o una naranja que sepa a miel, sobreviviré el día.


LUCIÉRNAGAS EN EL JARDÍN

Cuando era niña escribí un cuento sobre luciérnagas. Una de ellas, distraída y juguetona  se perdió en el bosque. En pocos días se celebraría el gran baile de luces, en el que cada bichito y su bombilla, bajo el embrujo del amor, encontraría a su pareja.  Le quedaba poco tiempo para reunirse con el enjambre de sus amigas, y poder asistir a la gala. Si no lo lograba, perdería la oportunidad de encontrar el verdadero amor. Y su luz, junto a su alegría se extinguiría para siempre. En lenguaje coloquial, si no se ponía las pilas y se ubicaba, la dejaría el tren de los insectos luminosos. 


Hoy en la tarde, nuestro jardín fue invadido por un festival de lucecitas. Me recordé del cuento, porque imaginé que ese jolgorio de luces Campero era el baile de gala, al que casi no llega la luciérnaga distraída.

Fue un verdadero espectáculo, la tarde y la noche se disputaban el cielo. El aire se tiñó de algodón de azúcar, a media luz, y era salpicado por la danza intermitente de las luciérnagas en franco y descarado coqueteo.  Blitz, nuestro perro, desconcertado, brincaba tratando de atrapar con el hocico a las pequeñas estrellas. Ellas se burlaban apagándose justo cuando él las divisaba. Era un ejército numeroso.  Visto de lejos, un ficus frondoso y gordo que parece brócoli, se veía como árbol redondo de navidad con foquitos intermitentes.

 Duró un buen rato el baile de chispas, se fueron apagando poco a poco. Seguramente, después de buscar por todo el jardín encontraron a sus novios.  Fue una escena simple y bonita,  pero de las que no se ven todos los días.  Blitz está agotado, ya se durmió, y se quedó con la gana de tragarse unos cuantos voltios


HOMENAJE A AIC

Hace 35 años, una tarde de domingo, el destino cambió el camino por el que se conducía mi mamá. Sus certezas dejaron de serlo, y tuvo que reinventar su plan de vida. Coincidentemente fue en mayo. Mi papá murió y la dejó joven -¡muy joven! – y sola, a cargo de cuatro pequeñas, que habíamos llegado al mundo una tras otra, y que hacíamos mucha bulla. No perdió el tiempo. Desde ese día, en una mano lleva la bolsa -como toda mamá- y en la otra un attaché. Solo le faltó usar corbata. Asumió su rol de jefe de familia con todo el aplomo que su carácter de gigante le otorga.

 A penas cinco años después del accidente, se las arregló para que sus responsabilidades de papá fueran compatibles con sus actividades de mamá. Así empezó a darnos las mil y un lecciones que nos ha regalado. Nos enseñó el valor supremo del trabajo y el de la independencia, cuando se aventuró a convertirse en empresaria. A pesar del riesgo implícito, se lanzó con toda la energía de su juventud. “Ahora podré ir a las actividades del colegio” nos explicó. Y así fue, siempre estuvo presente, y sigue estando. 

Es original mi mamá. Desde su escritorio dirige una orquesta comercial, y con la misma intensidad y foco organiza una reunión familiar. Supervisa órdenes de compra y al mismo tiempo, se encarga de que no falte el mejor postre cuando nos invita a todos a su mesa. Su prole se multiplicó. Ahora somos una tribu de dieciséis. La bulla de las cuatro, se convirtió en un jolgorio descomunal. El paso del tiempo la convirtió en abuela multi-proceso:  nos da clases de tecnología, pero también borda botas navideñas.

Hoy celebro su valentía, su temple y esa inteligencia que con el paso de los años solo se enriquece. Agradezco su presencia, constante y discreta. Ha sido compañía en todos nuestros momentos, los brillantes y los oscuros. 

Sí, mi mamá es fuera de serie, un verdadero regalo. ¡Love you AIC!

EL LUSTRADOR

Con los años se agudiza la capacidad de observar a las personas, al entorno y los sucesos. Les damos vueltas en la mente. El jueves, como de costumbre, regresé a mi trabajo temprano en la tarde. Está ubicado en un complejo de ofi- bodegas. Coincidí con un joven de unos veinte años, quien con su cajita de lustre de zapatos, entraba a buscar clientes. Con mucha simpatía, ofrecía sus servicios a cuanto individuo encontraba. Pude ver varios intentos, porque a esa hora muchos regresamos, y hay tráfico de gente en la cuadra de nuestra bodega. No tuvo suerte. A ninguno de los señores se les antojaba consentir a sus zapatos. “Ya no hay tiempo para eso” dirían algunos.

Cuando era pequeña, mi abuelo lo disfrutaba mucho. A las calles de Vista Hermosa entraba un señor por las tardes, y era un maestro de su arte. Con magistral habilidad, estos artesanos urbanos aplican betún, pulen y lustran el objeto de su oficio. Si observamos, encontramos un entusiasmo muy original en su trabajo. Frotan su trapito con energía a todo músculo. ¿El resultado? zapatos brillantes que parecen espejos nuevos, un verdadero lujo.

 No consiguió clientes mi amigo lustrador. Para su mala suerte y la mía, ese día yo me subí al mundo en un par de sandalias de tacón de todos colores. Imposible contratar sus servicios. No pude consentir a mis zapatos, ni darle un poco de trabajo. Con la misma simpatía que llegó, se alejó a buscar mercados más entusiastas.

Con los años también se agudiza la fuerza con la que sentimos. Porque al verlo alejarse, se me hizo poporopo en corazón.





 

JUAN MIGUEL Y LA LUNA

Hoy en la noche tuve el privilegio de viajar en carro -a solas- con un filósofo. Veía el cielo, mientras yo conducía. En silencio reflexivo, mi maestro de las cosas simples, disfrutaba de la luna y su brillo de bombilla.

 «¿Sabés qué Nic? La luna brilla duro- silencio- y es gigante-otro silencio- Para que toooodoos los países puedan verla. Siempre, al mismo tiempo.» Y subió los brazos, para ilustrar su todo.

 Mi filósofo se llama Juan Miguel Muñoz Serra. Es mi sobrino más pequeño y acaba de cumplir siete años ¡Deliciosa compañía!


EL GALLO CANCHE

Hace unos meses, a la garita de la montaña donde vivimos, llegó a vivir un pollo adolescente. Empezó a crecer hasta convertirse en un apuesto gallo. Sus plumas eran naranja, amarillo y rojo, salpicadas de café. Parecían llamas de candela. Yo lo apodé el Canche, y observé que al ritmo en que sus plumas adquirían más brillo, él engordaba con mucha gracia.

Todos los días despertaba al vecindario –algunos se quejaban- pero era parte del folklore rural y delicioso de la loma. Lo más curioso, es que su compañero de garita era un perrito peludo, de raza indefinida, al que le amarraban un pañuelo vaquero al cuello. Cuando bajábamos a la ciudad, el perro embestía los carros y ladraba corriendo. El gallo lo imitaba, y -sin ladrar, por supuesto- corría y embestía los carros. Era su saludo granjero.

El otro día salimos a caminar y pregunté por él. Sonriendo, el policía respondió “Ya lo mataron.” ¡Qué triste, se almorzaron al Canche! el gallo gordo que se creía perro. Cuando pregunté por su amigo vaquero, respondió “Él tampoco está.” Ya no quise hacer más preguntas…




JUEGOS EN TINIEBLAS Y BUENOS RECUERDOS

En el centro comercial Metro Quince encontramos con frecuencia a un vendedor  de la lotería  Santa Lucia. Se para cerca de Café Saúl  y con  tono entusiasta ofrece sus billetes de la suerte  a quien cruza por su rumbo. No se mueve de su puesto pues es no vidente. Su pelo bien peinado, muestra algo de la sal y la pimienta que el tiempo deja a su paso, su camisa de vestir  luce limpia y bien planchada y sus zapatos -recién lustrados- llevan  cintas amarradas con esmero. Las moñitas son idénticas, y el sendero cruzado de los cordones es impecable. Su voz de vendedor experto invita a probar suerte en la lotería, su aspecto habla de la dignidad con la que se conduce, a pesar de hacerlo entre sombras.
Me fijo en las pitas de sus zapatos gracias al recuerdo de una magnifica experiencia.
Cuando cursábamos segundo básico en el colegio, asistía con otras amigas al patronato Santa Lucia. La actividad era parte del programa de colaboración social, llamado «Grupos Apostólicos».  Una tarde a la semana, llegábamos al edificio de «cieguitos»-nombre que dábamos en tono coloquial a la actividad- después de clases. Todos eran niños, ninguno veía. Íbamos a jugar con ellos. Organizábamos  actividades que pudieran disfrutar, les leíamos cuentos  y les llevábamos refacción.  Sus golosinas favoritas eran los chocolates Crispín.
Departir con ellos era toda una aventura. Ante su incapacidad de ver con los ojos, lo hacían de forma muy hábil con sus manos.  Nos reconocían cada miércoles  palpando nuestras caras. Eran inquietos y bullangueros.  A veces,  entretenerlos resultaba ser  una verdadera hazaña. Una tarde en la que ya habíamos jugado de todo, dado la vuelta al mundo en un eterno Torojil, cantado cuarentas canciones de “Enrique y Ana”    y el tiempo parecía no avanzar, a mi gran amiga Sylvia Ruiz de Andrade se le ocurrió una idea genial. Algo que despertó el interés en los chicos de nuestro pequeño grupo. Tenían entre 8 y 10 años y descubrieron una habilidad manual en la que no habían sido entrenados. Bajo la dirección de Sylvia, les enseñamos, con mucha técnica y paciencia, como amarrarse los zapatos. Brincaban de la felicidad al lograrlo. Luego, los desamarraban para volver a empezar.  Era un espectáculo verlos maniobrar las cintas, palpar sus pies para encontrar los hoyitos y enhebrarlas, sin más herramienta que su sentido del tacto.  Jugando, en medio de sus sombras aprendieron algo útil y entretenido. Nosotras aprendimos algo  grande. La llegada de las “seños” –así nos llamaban- era fiesta en el jardín de Santa Lucía. El día de las pitas con Crisipines fue el reventón del año.
Estos niños de ayer son adultos en la actualidad. Después de ese año de 1984, no volví a saber de ellos.  Espero que dentro de la perpetua oscuridad en la que transcurren sus días,  encuentren satisfacciones y placeres cotidianos. Como nuestro amigo de Metro 15, que sonríe amplio y se balancea de derecha a izquierda, ante el logro de una buena venta.