JUEGOS EN TINIEBLAS Y BUENOS RECUERDOS

En el centro comercial Metro Quince encontramos con frecuencia a un vendedor  de la lotería  Santa Lucia. Se para cerca de Café Saúl  y con  tono entusiasta ofrece sus billetes de la suerte  a quien cruza por su rumbo. No se mueve de su puesto pues es no vidente. Su pelo bien peinado, muestra algo de la sal y la pimienta que el tiempo deja a su paso, su camisa de vestir  luce limpia y bien planchada y sus zapatos -recién lustrados- llevan  cintas amarradas con esmero. Las moñitas son idénticas, y el sendero cruzado de los cordones es impecable. Su voz de vendedor experto invita a probar suerte en la lotería, su aspecto habla de la dignidad con la que se conduce, a pesar de hacerlo entre sombras.
Me fijo en las pitas de sus zapatos gracias al recuerdo de una magnifica experiencia.
Cuando cursábamos segundo básico en el colegio, asistía con otras amigas al patronato Santa Lucia. La actividad era parte del programa de colaboración social, llamado «Grupos Apostólicos».  Una tarde a la semana, llegábamos al edificio de «cieguitos»-nombre que dábamos en tono coloquial a la actividad- después de clases. Todos eran niños, ninguno veía. Íbamos a jugar con ellos. Organizábamos  actividades que pudieran disfrutar, les leíamos cuentos  y les llevábamos refacción.  Sus golosinas favoritas eran los chocolates Crispín.
Departir con ellos era toda una aventura. Ante su incapacidad de ver con los ojos, lo hacían de forma muy hábil con sus manos.  Nos reconocían cada miércoles  palpando nuestras caras. Eran inquietos y bullangueros.  A veces,  entretenerlos resultaba ser  una verdadera hazaña. Una tarde en la que ya habíamos jugado de todo, dado la vuelta al mundo en un eterno Torojil, cantado cuarentas canciones de “Enrique y Ana”    y el tiempo parecía no avanzar, a mi gran amiga Sylvia Ruiz de Andrade se le ocurrió una idea genial. Algo que despertó el interés en los chicos de nuestro pequeño grupo. Tenían entre 8 y 10 años y descubrieron una habilidad manual en la que no habían sido entrenados. Bajo la dirección de Sylvia, les enseñamos, con mucha técnica y paciencia, como amarrarse los zapatos. Brincaban de la felicidad al lograrlo. Luego, los desamarraban para volver a empezar.  Era un espectáculo verlos maniobrar las cintas, palpar sus pies para encontrar los hoyitos y enhebrarlas, sin más herramienta que su sentido del tacto.  Jugando, en medio de sus sombras aprendieron algo útil y entretenido. Nosotras aprendimos algo  grande. La llegada de las “seños” –así nos llamaban- era fiesta en el jardín de Santa Lucía. El día de las pitas con Crisipines fue el reventón del año.
Estos niños de ayer son adultos en la actualidad. Después de ese año de 1984, no volví a saber de ellos.  Espero que dentro de la perpetua oscuridad en la que transcurren sus días,  encuentren satisfacciones y placeres cotidianos. Como nuestro amigo de Metro 15, que sonríe amplio y se balancea de derecha a izquierda, ante el logro de una buena venta.

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