Hace unos meses, a la garita de la montaña donde vivimos, llegó a vivir un pollo adolescente. Empezó a crecer hasta convertirse en un apuesto gallo. Sus plumas eran naranja, amarillo y rojo, salpicadas de café. Parecían llamas de candela. Yo lo apodé el Canche, y observé que al ritmo en que sus plumas adquirían más brillo, él engordaba con mucha gracia.
Todos los días despertaba al vecindario –algunos se quejaban- pero era parte del folklore rural y delicioso de la loma. Lo más curioso, es que su compañero de garita era un perrito peludo, de raza indefinida, al que le amarraban un pañuelo vaquero al cuello. Cuando bajábamos a la ciudad, el perro embestía los carros y ladraba corriendo. El gallo lo imitaba, y -sin ladrar, por supuesto- corría y embestía los carros. Era su saludo granjero.