Con los años se agudiza la capacidad de observar a las personas, al entorno y los sucesos. Les damos vueltas en la mente. El jueves, como de costumbre, regresé a mi trabajo temprano en la tarde. Está ubicado en un complejo de ofi- bodegas. Coincidí con un joven de unos veinte años, quien con su cajita de lustre de zapatos, entraba a buscar clientes. Con mucha simpatía, ofrecía sus servicios a cuanto individuo encontraba. Pude ver varios intentos, porque a esa hora muchos regresamos, y hay tráfico de gente en la cuadra de nuestra bodega. No tuvo suerte. A ninguno de los señores se les antojaba consentir a sus zapatos. “Ya no hay tiempo para eso” dirían algunos.
Cuando era pequeña, mi abuelo lo disfrutaba mucho. A las calles de Vista Hermosa entraba un señor por las tardes, y era un maestro de su arte. Con magistral habilidad, estos artesanos urbanos aplican betún, pulen y lustran el objeto de su oficio. Si observamos, encontramos un entusiasmo muy original en su trabajo. Frotan su trapito con energía a todo músculo. ¿El resultado? zapatos brillantes que parecen espejos nuevos, un verdadero lujo.
No consiguió clientes mi amigo lustrador. Para su mala suerte y la mía, ese día yo me subí al mundo en un par de sandalias de tacón de todos colores. Imposible contratar sus servicios. No pude consentir a mis zapatos, ni darle un poco de trabajo. Con la misma simpatía que llegó, se alejó a buscar mercados más entusiastas.
Con los años también se agudiza la fuerza con la que sentimos. Porque al verlo alejarse, se me hizo poporopo en corazón.