Más allá de la habitación propia

«Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para escribir ficción» escribió Virginia Woolf en su siempre presente ensayo “Una habitación propia”. Sin duda, el de la escritora inglesa, además de famoso, es un enunciado pleno de verdad. No obstante hoy en día existe algo más, un recurso desesperadamente escaso. Un medio que en el siglo de Woolf ocurría en la vida de los artistas con abundancia y parsimoniosa cadencia. Especialmente en la de las mujeres.

Para escribir, para realmente entregarse al afán creativo de crear historias, para perderse en los pentagramas de la poesía o para edificar con solidez y cuerpo un ensayo, una mujer necesita tiempo. Sí, tiempo ininterrumpido, liviano y limpio, alejado de ferocidades urbanas, horas iluminadas a salvo del fragor cotidiano. Para gozar del ejercicio literario una mujer debe tener tiempo propio, abundante, insobornable. Tiempo hermoso.

La vida moderna, esa locomotora furiosa y demandante, exige a la mujer, o a muchas de las mujeres, jornadas completas de trabajo en faenas distintas al oficio escritor. Ocho horas diarias durante cinco días a la semana sujetas por los grilletes de la implacable maquinaria productiva, apagan inmensas cantidades de luces creativas.

No existe tregua para el cronómetro femenino. Porque, además del tiempo dedicado a las responsabilidades propias del mercado laboral, a fechas límites y acertijos irresolubles, la mujer debe, por supuesto, dedicar los márgenes del día y las esquinas de la noche al cumplimiento de inevitables e inaplazables tareas domésticas. En algún momento que no vimos llegar o no supimos detener, el llamado aparato de mercado mutiló las horas de la mujer artista. Y al tijeretear su tiempo, mutila piezas de su ímpetu creativo.

Escritora o pintora, música o escultora, tejedora o fotógrafa, si no tiene la fortuna de ganarse la vida dedicándose a su llamado artístico, dispone de muy poco tiempo para entregarse a la felicidad de la creación. Y en nuestros exóticos países del tercer mundo la probabilidad de que esa afortunada coincidencia suceda es microscópica.

La mujer artista no es dueña del tiempo. Trabaja de ocho a cinco o de ocho a seis y deja la energía, el ánimo, el cuerpo y la vida misma en documentos, en entregables, en escritorios y listas interminables de gestiones igualmente interminables.

La mujer artista sale del lugar de trabajo para ser engullida por el tráfico. Desparrama valiosos minutos, incluso horas, en tránsito hacia los otros lugares de las otras obligaciones. Una compra pendiente porque de no hacerla ¿Qué cocinaremos? ¿Qué comerán en casa, caramba?

La mujer artista y la que no lo es realiza verdaderas romerías para mantener un hogar a flote. El supermercado, la panadería, la carnicería. La farmacia, cómo no. Pero hay más. La lavandería, la gasolinera, el taller, ¡el veterinario!

La mujer artista llega a casa, con suerte y mucha, alguien le ayuda en la cocina. O no. Atiende los pendientes domésticos que nunca faltan, alimenta a quienes dependen de su dirección o ejecución culinaria, hace y hace y hace. Mientras tanto, el tiempo de su día se escurre por las sombras de la noche.

A la mujer que escribe los huesos le piden cobija, el cuerpo, sosiego, la cabeza le exige almohada. El alma por su parte, hambrienta y necesitada de ejercicio creador, incongruente con el peso de su realidad o quizás, a propósito del peso de su realidad, le implora escritura.

La mujer artista, pregunta a su interior o la vida o a quien comprenda y escuche ¿llegará el día del tiempo propio, del tiempo hermoso? Y cuando llegue, si llega ¿habrá sobrevivido en el centro del alma y en la piel y la mente el indispensable impulso creativo?

Para escribir, dijo Woolf, una mujer debe tener dinero y una habitación propia. Generar el dinero al que la escritora hizo alusión consume de la mujer que escribe sus mejores horas.

No vaticinó, Virginia, la gran carencia del siglo XXI.

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