Tiempo anterior

Olvido cómo sucedía el tiempo antes de todos los cambios, aunque no del todo. Si se tratara de un olvido genuino no extrañaría tanto aquella forma en la que se desmadejaban las horas y los días y los planes. No extrañaría aquella particular, magnífica libertad.

Los cambios nacieron con la Pandemia. Y aunque han pasado casi cuatro años desde aquel marzo en el que nos encerramos para salir distintos de nuestro particular confinamiento, aún me duele la pérdida. Es enorme.

Su inmensidad ha construido su cuerpo a paso de desencanto. El ambiente y exigencias laborales tomaron una forma y una hostilidad que en el pasado resultaban imposibles. Pero son una realidad, un constante vivir entre la espada y la pared. Y claro, siempre está la posibilidad de escoger la espada.

La pérdida más contundente es la energía, la disposición para afanarme en los otros asuntos. La segunda pérdida, causante de la primera, es el tiempo disponible para entrarle a estos otros asuntos. Un fantasma, un tiempo ahora inexistente. Oficios tan importantes para la supervivencia como el qué hacer laboral fueron despojados de su espacio capital. Ocupaciones creadoras, creativas, edificantes, la escritura por ejemplo.

La reflexión brutal es que con esas pérdidas un trozo inmenso de felicidad feneció. Escribir y ejercer la búsqueda del arte —bailar flamenco o experimentar con forma y color sobre el canvas digital o escuchar música con ánimo didacta— fueron siempre pozo de grandes alegrías, formas con las que apaciguaba el estruendo metálico del mundo. Hoy son recuerdos añorados con puntiaguda nostalgia.

Puedo escribir un ensayo interminable sobre lo que la escritura significa, otro sobre la falta que me hace entregarle las horas que en la vida de antes le pertenecían. Puedo reflexionar largo y tendido, con intención masoquista, sobre cuánto me sacude la añoranza por el taller.

O bien, disociando sensación de pensamiento, puedo ignorar los sentimientos pertubadores y convertirme en un robot que trabaja de ocho de la mañana a siete de la noche sumida en una vorágine de números y más números y fechas límite. Ignorar lo que me mueve o conmueve, lo que incita las humanas vibraciones. Es más, puedo afirmar que lo logro sin dejar el alma tirada debajo del escritorio o estrellada contra la pared. Pero ese lavado de cerebro es un espejismo, un intento inútil. Una irrealidad.

Un grito de rebeldía nace en el vientre, invade entero el cuerpo, me hace estallar.

Continúo. El lugar que ocupo en el orden universal, nacional y familiar es, por decirlo de alguna manera, producto del destino. Y del destino nadie escapa. Es un buen destino, lo agradezco y al mismo tiempo le pregunto cómo resolver.

Me veo atrapada, sin opciones ni posibilidad de ablandar rigideces. Busco formas de engañar a la realidad, de ganarle pequeñas cotidianas partidas. Pocas veces lo logro. Otras, después de soltar un par de lágrimas y de hacer un silencioso, cansado, casi invisible berrinche, escribo. Escribo. Escribo.

Escribo sobre cuánta falta me hace escribir, escribo sobre cuánto extraño la compañía de los amigos escritores, cuánto nuestros textos y discusiones.

Es un tiempo loco plagado de locos. Me incluyo. Existen en la dulce y apacible existencia, carencias enloquecedoras. No encuentro antídotos, tampoco fórmulas para reconstruir la vida de antes. Tampoco respuestas ni historias parecidas. Y ese vacío abre puertas y ventanas a una gélida soledad.

Corre un tiempo loco plagado de locos. Me incluyo, ya lo he escrito.

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