Podría escribir canciones sobre lo que las canciones mismas han obrado en mi forma de entenderme con el mundo. Guardo historias imprescindibles sobre lo que me han hecho sentir. Pero yo no escribo canciones. Lo que escribo llega en forma de poema o nace en el corazón de la prosa, o en el argumento de un cuento. Y, cada vez con más frecuencia, para dar sentido al camino que he recorrido, escribo memorias.
Las canciones habitan muchas de ellas. A veces como protagonistas, otras como banda sonora de una experiencia atesorada. Cada una evoca un momento o temporada, un descubrimiento, una persona adorada, un despertar, un sentimiento o una nostalgia.
Poseo un prolongado inventario musical para estas dimensiones temporales y emocionales. Algunas pocas, muy especiales, reúnen todo lo anterior. Son pilares en mi historia.
La música, después de todo, ha sido fiel compañera en mi condición femenina y mortal.
Mi abuela paterna escuchaba boleros. Los sorbía, los sentía, los canturreaba con una particular vocecilla que me hacía pensar en las películas mexicanas de los años 40. También tenía fascinación especial por la canción Dos Arbolitos, El Triste de José José y la inmortal Historia de un amor cantada por Eydie Gormé y Los Panchos.
Alguna vez lo hablamos, a ella le sucedía lo mismo. Cada una de sus canciones ha viajado conmigo siempre. Historia de un amor aún obra lo suyo en mi espina dorsal.
De aquellos boleros que a veces se antojan rancheras, o nacieron como rancheras y fueron disfrazados de boleros, guardo una Epifanía. Tenía 9 o 10 años. Una mañana de vacaciones, en el Mixco de mi familia, me descubrí emocionada hasta las lágrimas escuchando Sombras Nada Más de Javier Solís. Pude ver al intérprete abriendo sus venas, devastado, muriendo de amor. Era un tocacintas, mi cómplice aquella mañana. Gasté el cassette regresando los acordes, una y otra vez, hasta que aprendí cada una de sus palabras, cada uno de sus dolores. Al día de hoy, la escucho y muero de amor por la versión del amor que me había inventado. Una versión inexistente.
El umbral de la adolescencia lo crucé cantando. En aquellos años 80, la música en inglés era la que nos movía. De los primeros enamoramientos me quedé con Careless Whispers, Cant Fight this Feeling y I Cant Hold Back.
Sin embargo, en octubre del 84, llegó a mi vida una canción que representa todas las transformaciones que la música me regala hasta el día de hoy. Fue un despertar, un descubrimiento, el nacimiento de un afecto invencible, una temporada que conservo como amuleto inmortal. Hoy, es una nostalgia que interrumpe mi respiración. No More Lonely Nights de Paul McCarthy, más que el recuerdo de un viaje, simboliza un rito de paso.
Mi infancia cerraba la última de sus puertas. Los 15 años que tenía entonces anunciaban a la mujer en la que habría de convertirme.
Esta mañana de domingo mudo llegó sin ser invocada a mi reproductor aleatorio. Paul cantó como si supiera de qué están tapizadas las paredes interiores de mi corazón.
Conservo a buen resguardo tantas, que podría escribir una memoria de cada una de ellas. I Don’t Wanna Talk About it de Rod Stewart, Take a Look at Me Now de Phil Collins, Yo No Te Pido La Luna de Daniela Romo y muchas otras más.
Mis hijos trajeron en el ADN el mismo asombro musical que su madre, hemos hecho nuestras muchas canciones.
Pero hoy, agradecida, presa de una fuerte conmoción, me cobijo en la profundidad de No More Lonely Nights.