La escena estuvo en mi mente todo el día, subió, bajó, dio cualquier tipo de vueltas dentro de esta estructura absurdamente sentimental que me sostiene y me derrumba, todavía, a pesar del rosario de años que ha alargado mi vida. Me quedo con la intimidad casi mística del momento, permanece en mí, en ese sitio que guarda el centro de mi centro donde está la niña que fui y que soy, con la canción enredada en mis labios.
La guitarra, el tono rosa de la imagen, impasible y luminoso. La ventana y su cascada de sol. La camita de hierro, los pies de la pequeña colgando -le falta crecer tanto para ponerlos sobre la tierra.- Dos trenzas oscuras, una sonrisa en su rostro redondo, su asombro de niña, tanta felicidad. Conecta con cada palabra, con la mirada y el mensaje de su papá. Un charro flacucho y tierno quien, al compás de su guitarra de calaca, pide en palabras de canción que lo recuerde. A pesar de la despedida, a pesar de la distancia. Sus ojos tristes saben del espacio inmenso que habrá de separarlos. Cuando escuche alguna guitarra triste -canta a su hija- ha de saber que aunque lejos, está con ella de la única forma que conoce, cantando su canción secreta.
Un muerto evoca con penar y nostalgia el momento cuando la anciana era niña y él le daba amor cantando. Robo su momento. Me conduce a mi muerto y a mí, niña aún, pies colgando. El mío no cantó para que lo recordara. No fue necesario, si lo encuentro en miles de canciones, en ventanas, en otros bigotes, en sus nietos, en preguntas sin respuesta … en una película animada.
Ver Coco me hizo añicos. También me reconstruyó. ¿Quién tuvo la brillante idea de recomendármela? ¿Quién, en esta etapa de abismal melancolía?
Hay películas que tocan fibras tan frágiles como el nudo mal hecho que, al soltarse, tira al suelo la precaria solidez que mantenemos. Lo bueno es darse cuenta y permitírnoslo. Ser fuerte puede ser agotador.
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