Herida
El lío con esta herida es que se abre a capricho. Durante largas temporadas es una decente cicatriz, una canción tenue que se lamenta casi en silencio. De repente despierta. No importa cuánto tiempo ha transcurrido, ni la edad de entonces o la de hoy, ni el momento. No guarda patrón alguno. Se abre cuando los días son lindos o cuando son sombríos. Se abre cuando mi mar interno despierta en tempestad o cuando su espuma llega como suave caricia. Se abre más si necesito de una conversación padre hija porque la vida se inclinó en mi contra, o si solo fantaseo con un abrazo suyo en este tiempo cuando ya soy muy adulta.
Se abre como flor. Y sangra.
Es un desequilibrio, una especie de hemofilia que sucede en la más cotidiana de las circunstancias, en sitios inesperados.
Veo a un papá de treinta y pico años con ojos negros pestañudos y cejudos, bigote y barriguita. Lo acompaña una niña de once o doce años. A ella no le para el pico. Es trigueña, lleva el pelo largo detenido con una diadema. Sus ojos son los mismos, las cejas más claras y menos frondosas, cejas de niña. Habla y habla. Quiere un celular y vende a su papá, con ingenio verbal, los beneficios de tener uno. Él la escucha y por unos minutos deja de poner bombillas en la carreta.
Observo al padre. Ve a su pequeña con una mezcla de diversión, incredulidad y amor, con sonrisa a medias. Trata de hacerse el serio pero no le sale. Imagino todo lo que atraviesa su mente. Su niña que crece, su niña que habla, su niña que se sabe escuchada, su niña que se siente absoluta y totalmente a salvo porque lo tiene a él. Su niña. Como se da cuenta de que los observo con atención y sabrá nadie qué expresión encuentra en mis ojos, le dice algo a la pequeña, un susurro tenue que no alcanzo a escuchar.
Cohibida, retiro la invasión visual. En circunstancias normales me reiría con la niña, soltaría algún comentario divertido, me uniría a su campaña, haría algo común. Pero en este momento nada en mí es normal o común. Puedo sangrar. Me pongo en contexto, en lo que este hombre ha de pensar. Una señora diez o quince años mayor que él, con hijos adultos –aunque esto no lo sabe- ¿Por qué detiene su tiempo para ver y escuchar y hasta oler lo que sucede entre él y su hija? ¿Por qué mira de esa manera? ¿Por qué no se mueve?
No sabe este hombre, tan parecido a mi padre, que veo lo que no tuve. Que quisiera ser esa niña que no deja de hablar. Que quisiera concebir al mundo como ella lo concibe, con la misma felicidad y las mismas certezas, simples pero suficientes. Que quisiera tener a mi papá viéndome como él la ve, tocando mi cabello como él lo hace, atendiendo lo que sea que yo haya querido decirle, como él atiende el interminable discurso comercial de su hija. No tiene idea de que ahí en medio de Cemaco, en medio de una mañana de sábado, en el centro de un nido vacío de niños y de padre, su escena íntima de papá e hija, abrió la herida.
Se les echa en falta siempre, Nicté. No hay edad. Lo que puede disparar una escena aparentemente trivial, ¿verdad? ¡Cuántos sentimientos despierta! Muy bien escrito.
Me gustaMe gusta
¡Gracias Patty!
Me gustaMe gusta