Me preguntaron por qué escribí una opinión respecto a la transmisión por redes del video del dichoso juego del desmayo. -Tus hijos ya están en la U, estos clavos ya no son tu asunto- fue el argumento. Encima -me dijeron- llegaste tarde. Eso fue hace días. Ya nada que ver. No respondí. Pero tengo razones y válidas.
La primera fue la etiqueta. «Los alumnos de…» Admito que se me volteó algo dentro, al ver cómo el sentido de justicia y objetividad, a todas luces, faltaba en el chat en el que me enteré (tardísimo).
Tenemos los humanos una capacidad inmensa de trepar una espiral de destrucción verbal muy poderosa y letal. Capacidad que no conduce a nada positivo, que no construye, que no resuelve. Irónicamente, aquí somos los adultos quienes caemos en las garras demenciales de las redes.
Es cierto. El colegio en cuestión formó desde preescolar hasta su graduación a mis hijos. Y dicho sea de paso, también a mi esposo. Le tengo cariño. Grande. Es parte de nuestra imperfecta historia familiar. En esas aulas vivieron mis hijos todo tipo de experiencias, sobre todo formaron y formamos parte de una comunidad. Es parte de su identidad, y a mí, como mamá me definió. Veinte años no son poca cosa. En este sentido, a mi también me falta algo de objetividad.
Dicho esto, paso a la razón vital que me llevó a escribirlo. Ante todo, porque creo que flotan peligros reales en el ambiente digital. Estoy convencida de que para los educadores es una odisea hacer lo suyo en medio de tanta contaminación. Para los papás es más fácil esperar que todo se resuelva en el colegio, cuando los chicos pasan navegando y naufragando en las redes todo el día. Para los papás, pues, y me incluyo, es una necesidad innegable colaborar y trabajar en conjunto con el colegio.
Hablemos de los niños. Ellos son víctimas de su propia y natural temeridad. Está en su naturaleza probar y comprobar, y entre más arriesgada o bizarra o descabellada sea la propuesta, más emocionante. Y no les pasa solo a los de tal o cual institución. Todos, o casi todos tienen en la adolescencia ese desafiante alambrado en el cerebro. Y si lo escribo con tal seguridad es porque lo he vivido. No. Va más allá, lo he padecido y mucho. No ha sido nada sencillo educar -o procurar hacerlo- a nuestros dos hijos en este sorprendente milenio. Pero algo hemos aprendido, no sin sufrir. Es complicado. De quedarse atónito. Y requiere cierta humildad aceptar que hay asuntos que escapan al entendimiento.
Creo que esto me ha hecho más consciente del peligro de la viralidad, las redes y la presión de grupo a nivel digital. Y a todo nivel. No soy pedagoga, ni maestra, ni psicóloga. Soy mamá y soy sensiblemente y agudamente observadora. Además, no dejaré de decirlo, procuro ser agradecida. En este caso con el colegio en cuestión, y con el sistema educativo en general. Durante dos segundos me pongo en sus zapatos, y me posee una angustia real. ¡Qué difícil! Cada día un reto nuevo, cada niño un reto nuevo.
Entonces. Si comparto mi genuino sentir ante una circunstancia como esta, a pesar de ser madre vieja de jóvenes en otra etapa -desafiante también-, es por necesidad de contra restar los juicios sin sentido ni rumbo. Por borrar etiquetas sobre un solo grupo de alumnos de un solo colegio, porque la travesura es repetida en uno y otro y otro plantel. Porque no se trata de eso. Porque creo en construir a partir de la solidaridad y el realismo. Porque no pude quedarme callada después de escuchar el video, acertado y consciente, con el que respondió el colegio.
Y ante todo, porque cuando leo uno, dos, tres, seiscientos comentarios venenosos e inútiles, no puedo más que practicar un exorcismo. Y la forma en la que sé hacerlo, la única, es escribiendo. Que le puedo hacer.