La peluca pica

No precisas copiar esto en tu muro, a pesar de que lo escribo porque hoy es el día mundial de la lucha contra el cáncer de mama. Es simple y breve lectura. Digamos que lo de breve es relativo. Pero es un grano de arena en la eterna contienda. 

Esta enfermedad deambula en muchas familias o en clanes de amigas Está aquí y está allá. Casi todos tenemos alguna mujer amada, cercana o conocida que ha lidiado las macabras batallas de este mal. Somos testigos. Algunos hemos visto con impotencia y golpes irremediables de llanto, cómo estas guerreras luchan hasta el último aliento. Otros hemos visto cómo tras una y otra batalla, nuestra paciente resulta victoriosa en la mordaz guerra que impone el tratamiento. Cada quien conoce una historia. Cada historia es única. Y yo tengo una que contar. 

Para quien conoce a nuestra familia, sabe que mi tía Margarita no es una tía a secas. «La Tía», como le llamamos, es mucho más que la hermana de mi mamá. Es eje, un núcleo de energía, brújula para la ruta familiar. «La Tía», centro cálido de nuestra tribu. Tutora en asuntos culinarios, también lo es en temas de corazones atribulados.

A lo largo y ancho de nuestra vida su presencia ha sido una constante. Acompañó y acompaña a mi mamá en todos sus vericuetos. Muy cerca y desde siempre, nos acompaña también a nosotras. «La tía es mi segunda mamá» decía cuando era niña a quien me escuchara. La tía es quien hace el arbolito de Navidad más bonito, la tía siempre sabe cómo y dónde podes conseguir todo tipo de artilugios, la tía me enseñó a preparar ñoquis caseros y el fruitcake más rico de la galaxia, la tía  te pregunta siempre cómo estás…mi tía es LA TÍA. Y mi tía es sobreviviente de cáncer de mama.  

Recibí la llamada de mi mamá una noche del 2002. Noviembre, me parece. El diagnóstico iba, no cabía duda. Estaba parada frente a una cómoda y se abrió un pozo inmenso en mi barriga. El mueble me sostuvo, y después  me senté en el suelo. Con mi mamá explicándome lo que se haría, empecé a llorar con un desconsuelo tan grande que me dolían las mandíbulas. Hacía poco mi tía había cuidado y enterrado a mi muy enfermo tío.  Él había retornado a su vida como sucede sólo en las novelas románticas. «Mujer de ojos grandes» se me ocurrió llamarla en una conversación que tuve en el entierro de su marido. Y si explico esto, es porque creo que el inmenso esfuerzo emocional y sentimental que la vida, una y otra vez exigió  a mi tía, y que ella recibió con toda dignidad y grandeza, la dejó exhausta. Fue entonces que el cáncer, como un ladrón sigiloso que entra cuando todo está oscuro y dormido, ocupó su cuerpo. 

Del otro lado del teléfono y como si estuviera del otro lado del mundo, mi mamá hablaba serena. Percibí brochazos de optimismo en sus argumentos… mi tía estaba a su lado. Llegaban y se alejaban sus palabras: mastectomía, quimioterapia, ganglios, Dejagoupian (ni sé como se escribe, pero así se pronunciaba el apellido del médico), sería pronto, cirugía allá, quimio acá.  Cómo añoré estar con ellas en ese momento, abrazarlas -¡a ambas!- ¿Mi mamá sin mi tía? Imposible, si son como Pili y Mili.  Aunque la voz de mi vieja era clara y optimista, sabía perfectamente que dentro de ella se estaban derrumbando puentes, edificios y muchos cimientos. Un terremoto hubo en su interior, en el de mis primas, en todos quienes la queremos. Ah… pero el de mi madre tenía que ser colosal. ¿Cómo explicarlo? Ellas son un equipo, una mancuerna, socias, amigas, son inseparables. Pili y Mili. 

Pronto dijo y pronto fue. Primero la cirugía. «Todo salió bien», dijo mi prima en la llamada. «Definamos bien», pensé. Ahí quedó. Pero mi tía es un roble. Con tantita imaginación, al verla puede perfectamente comparársele con un sólido y frondoso árbol. Quienes la conocen han de coincidir conmigo. Un roble que se ríe o alega con el mismo ímpetu, una fuerza de la naturaleza. 

La cirugía fue apenas el principio. Regresó a Guate con la receta de un sofisticado protocolo de quimioterapia. Una receta con ingredientes puede ser mucho más que un asunto de cocina. En este caso lo era para nuestra familia. En  la «receta», estaban sembradas todas las esperanzas para que el enemigo resultara vencido. Con templanza y arrojo la tía se afanó en su tratamiento. Amar la vida es lo suyo, y tal gusto por vivir se hizo evidente en su actitud y esfuerzo. Su estrategia: la constancia. Sus armas: la medicina -claro-, la convicción de luchar con todo y la fe. Conforme caían los días del calendario, con cada tratamiento caían también su pelito, sus cejas, su energía. Pero jamás su gana de vivir. De cerca observé todo el proceso. Toda prueba que afrenta a quienes amamos mueve el piso sobre el que andamos. Aquel sangoloteo me dejó un par de valiosas lecciones. Somos testigos, he dicho. Testigos a quienes la experiencia de tal guerra nos cambia. 

¿Cómo explicar quien es mi tía Margarita para mí? ¿Cómo poner en palabras una vida entera de cercanía, amparada por su frondosidad cinco días de todas las semanas? Trabajo para Pili y Mili, eso explica los cinco días a la semana. Pero estar cerca de ella es más que un asunto profesional. Es recibir consejos y jalones de oreja cuando amerita. Es aprender de la más espléndida Home-maker que conozco, trucos para preparar el mejor lomito. Es escuchar de un corazón grande con sentido común, buenos consejos para desatar nudos cotidianos, de hijos o marido. Es tener a alguien con quien desahogarme y escucharla decir «tenés razón» aunque no la tenga, y entender después que lo dice porque es lo que necesito en ese momento. 

Atravesó los caminos tortuosos de su tratamiento con la cabeza ataviada por pañuelos lindos -«la peluca pica» decía. Lo llevó con toda la dignidad del universo. Se veía preciosa. Y catorce años después, con  cascadas de gratitud escribo que mi tía es una de las afortunadas pacientes que ganaron esta lucha mundial que hoy se conmemora. ¿Secuelas? Tuvo algunas. El pelo nuevo, por ejemplo, le nació colocho. Pero la esencia de La Tía, es la misma, acaso se afana más en disfrutar la vida. Maravilloso.  Mi relato, después de todo, es el de una triunfadora, es una historia con final feliz. 

                  

De monos, años y estrellas

Setenta años no serían asunto ligero. Celebraríamos con orquesta y pastel de Poppy seed. No lo probaste, pero estoy segura de que te hubiera fascinado. Golosa hasta la muerte, esta familia.

Verás, ya he escrito suficiente sobre lo que no viste, no probaste o no viviste. 

Tanto he protestado  el día de todos tus cumpleaños que no fueron y no serán, que hoy me da por celebrar lo que sí fue. 

Porque a pesar de haber andado en tierra sólo treinta y un años, se llenaron de milagros y maravillas. De alegría y pruebas. De curiosidades. Hubo mucho en tu vida joven y corta, padre mío, padre guapo. La imagino como una maleta compacta, de colores, en la que has metido tantas cosas que te tenés que sentar sobre ella para cerrarla. Y brincar para que el zipper cierre.  Un equipaje de verdades, de momentos y experiencias que sí fueron y que te llevaste para entretenerte por allá.

De pequeño, tuviste un mono. No de peluche, una mascota que comía bananos y hacía bulla. No sé durante cuánto tiempo. Sé que cuando a tu mono se le ocurrió recurrir a la violencia doméstica fue desterrado. Pero mientras se portó con decoro, fue tu monito y ha de haberte hecho reír. 

Conociste la magia de sentir generosidad desde niño. Resulta que recién te habían regalado una bicicleta roja, se te ocurrió regalarla a un niño menos afortunado. «Se la regalé a mis hermanos descalzos» contaba mi abuela que respondiste cuando te preguntaron por tu bici nueva. La recuperaron, eso también lo contó tu mamá. No terminaste de entender por qué. «Lo que se regala ya no se pide», decíamos cuando éramos niños.
En algún registro de récords quedó tu nombre. Tipo Guinness. Más temprano que tarde, saliste del A.V. Hall debiendo arrestos. Tu papá ha de haber entendido, con algún suspiro de resignación, que los zapatos de militar rigor te sacaban ampollas. Ese mundo de reglas apretadas y madrugadas no era para ti. Y hasta hoy día, en el cuaderno de algún sargento mal encarado están apuntados los arrestos que no llegaste a cumplir. A pesar de los pesares y de nuestro amado coronel, ejerciste tu dosis de rebeldía.

Tuviste dos hermanos mayores que te entretenían y querían. Eras el bebé. Tan alegre molestar a los hermanitos, tan necesario protegerlos. Disfrutaste la feliz aventura de tener hermanos. Y por si fuera poco, tu vida tuvo también su dosis de asombro. Porque como por arte de magia, te regaló también dos hermanas intercaladas que el destino trajo de otro lado, de forma inesperada, como en las novelas. Andanzas de mi abuelo que ahí dejo. Grandezas de mi abuela que admiro.  Lo bueno, lo milagroso y hermoso de esta faceta  novelesca fue que esas hermanas de padre llegaron para quedarse. Para quererlas y para que te quisieran. Para enseñarnos a quererlas. ¡Mis tías! como de película. Una de ellas ya anda poray contigo, la otra lo más probable es que lea esto que te escribo. Es de esas mujeres que en las escasas veces que nos vemos, invita al abrazo como si fuera un marshmallow, dulce, suave, se deja querer, te dice que te quiere. Cariños te sobraron. ¿Existe algo mejor?

Y esto apenas empieza. Hubo de todo en tu maleta de treinta y un años.

Aprendiste muy pequeño sobre la pena que nace al separarse de los papás. Eran tiempos de revoluciones y contrarrevoluciones. Estaban de moda los exilios y tu familia de novela no escapó a tal dificultad. Pero las penas enseñan. Y has de haber brincado a la luna cuando tus papás regresaron de España. Los reencuentros son geniales, y tuviste los tuyos. Cuentan que eras orador profesional, que en tus días de secundaria ganaste un concurso de oratoria. ¿El tema? «La madre». No wonder. La extrañaste de pequeño, sufrieron todos, regresó para mimarte, para hacerte veinticinco panqueques de refacción cada tarde, para acompañarte mientras los devorabas. Te sobrevivió por muchos años.

Y llegó la adolescencia con su misterio y tu gozo por celebrarla, con tu guapura de ojos moros y tu intensidad. Fuiste la envidia de Enrique Guzmán y César Costa a la hora de bailar. No exagero, así me lo contaron.  Tu twist prendía fuego en la pista, «La Gallinita Josefina» te transformaba, tu talento en el bailongo te procuró alegría, como si supiera de brevedades.

Viajaste a Alemania a estudiar una de tus pasiones ¿Fotografía, en los años sesenta? No sé qué fuerzas movían al mundo entonces. El caso fue que este arte fue la fuerza que movió el tuyo. Y te llevó lejos. Alemania te dio amigos de todo el mundo, un oficio que disfrutabas y una esposa ¿¡Chapina!? A quien jamás habías visto en tu país.  Como de novela, ¿o no? 

Tuviste tiempo suficiente para construir nuestra casa, cuarto oscuro incluido, en donde revelabas tus obras de arte. Trabajaste en una disquera. How cool is that? ¡Ya no existen! De esa índole, al menos. En nuestra sala abundaban LP en acetato de todo tipo, gracias a tu exótico trabajo. Y ahí ya estaba yo, para dar fe de tu grandiosa y breve vida.  ¡Fumabas pipa! Y eras tan joven. Una de tus excentricidades, pero el olor aún lo guardo en la nariz. Tu carro no era del año, ni nuevo. Te enamoraste de una pieza antigua. Un Mercedes que ha de haber sido fabricado durante la II Guerra, o antes. Con tablero de madera y timón blanco y mucho ruido. Una pieza de museo que cuando llevaste a la casa era celeste color pastel de piñata y tuviste el tino de pintar color vino. Lo disfrutabas, fue tu nave hasta el último día. ¿Cuánto esfuerzo te costó tu Chattanooga Padre? Recuerdo el día que tuviste que romperle una ventana porque mi hermana recién nacida se horneaba a fuego lento adentro y la llave también. 

Viviste el prodigio de la lectura -algún día aclararemos lo de mi nombre, por cierto, merezco una explicación.- Lo tuyo en cuanto a letras era la  mitología, la historia, los temas esotéricos. Eso cuenta mi mamá. Leías, leemos. Dejaste libros en una estantería que con el tiempo tomé para leer y buscar alguna pista de quién eras en los momentos de intimidad literaria. 

Alcanzaste tu sueño de tener un pedacito de tierra frente al mar. Con palmeras y brisa, sin urbanización ni agua dulce, ni luz, ni Super 24. Un encanto que te iluminaba.  Contigo se fue el otro sueño: el rancho rústico que no llegaste a construir en tu pedazo de costa. Pero tuviste el plan, la ilusión. Y eso fue un pequeño universo.

Tu trabajo te llevó por algunos países y muchas personas. Buscaste y encontraste estrellas con tu telescopio -aunque mi mamá no lo recuerde. Disfrutaste de la curiosidad, el descubrimiento… el asombro.  Coleccionaste vasijas mayas y piedras de oxidiana. Tuviste amigos, buenos amigos. Algún connotado artista entre ellos, un periodista controversial, gente creativa de ideas transgresoras y pelo largo. Amigos de caites o de corbata, amigos todos.  

Last but not least, tus tres décadas bastaron y sobraron para que sembraras tu sangre en la generación que surgía. No una, ni dos. ¡Somos cuatro! Niñas entonces, mujeres ahora. Mujeres que no te olvidan. Esta que escribe sobre tu mono y tu bicicleta roja, sobre tu twist y tus estrellas, hoy celebra tu vida. Lo que fue. Lo grande y plena, tu risa, tus penas, tu breve e intensa permanencia. La celebro completa. Y sí, hoy serían setenta tus años.