Cada día y cada noche

«¿Aún lo extrañas?» Me preguntas con dulzura.
«Cada día de mi vida» respondo, y luego hago una pausa. 
Mi respuesta podría ser un océano. Profunda y extensa y agitada. Porque lo extraño de tantas formas…
A veces su ausencia es aguda, como una apendicitis. Puedo localizar el foco exacto del lugar en donde me duele, y me doblo en dos procurando alivio. Pero es inútil, no encuentro posición para esconder mi dolor punzante. Tiene todo que ver con la incertidumbre. Con momentos ciegos, de esos en los que sientes miedo, en los que has llorado o te han lastimado. Su no estar estremece esas encrucijadas en las que  he de cambiar rumbo o  tomar decisiones perturbadoras. Urge entonces que su compañía se materialice y dé apapacho, consejo, incluso preciso de su aprobación. La infalible que no conocí.
A veces le extraño con suavidad. Es una sensación casi musical, un pianito melancólico, que eleva la vibración de mi nostalgia. Como cuando veo desde la ventana a la tarde morir, y me estremezco ante tanta belleza. Este extrañar no es de dolor insoportable, se trata apenas de un  rozón al alma.    Es una sombra, una silueta que ocuparía él si estuviera presente. Es la añoranza de su voz en los momentos apacibles, de su sonrisa en  tardes lentas de sol y conversación. Es inventar  su alegría cuando la vida permite celebración. También es la invocación de un abrazo largo que provenga de su cuerpo protector durante los siglos de soledad.
Y existe  la ausencia que quema. El fuego que se gesta en la tripa, y pasa de la frustración al enojo y a la incomprensión. Un torrente de ira. Tantos porqués sin más respuesta que el silencio. Esta forma de extrañarle me revienta toda cuando realizo que la atmósfera que me rodea mutó para siempre desde aquel día en que partió. Quedó desamparada. Yo también. Y jamás sabré cómo hubiera transcurrido la vida si no se hubiera marchado para siempre.
Sin embargo, procuro  llevar todas sus ausencias sin sobredosis de drama. Es un asunto de llana conciencia, una verdad clara, sólida, constante. Y es que no existe edad adecuada para la orfandad.
Estas tres formas de echarle de menos  no las digo a viva voz cuando me preguntas. Son palabras íntimas, somos yo hablando y yo escuchando. 
Después de la pausa, suspiro, sonrío y solamente reitero:

«Me hace falta cada día de mi vida. Y cada noche también.»



Memoria para el ayer, desmemoria para hoy

Al revés me funciona a veces la memoria. Sabe que cuento con ella, que dependo de ella, que la necesito a nivel llano, práctico y cotidiano, pero sobre todo que preciso de su capacidad para que mis emociones no envejezcan, para que no se nuble la indispensable remembranza. Tanto lo sabe y tanto lo entiende que es insuperable en registrar pasados. 
Puedo describir con lujoso detalle el bautizo de mi hermana Anayansi. Que este año mi hermanita menor habrá tragado cuarenta años, no aleja sus imágenes en blanco faldón. Recuerdo su carita perfecta rodeada por el capuchón de organza, las pestañas escandalosamente lindas, desproporcionadas ante su pequeñez, su cuello flaco, su boquita de corazón. Recuerdo a mi mamá inflada de leche, con las cejas muy delgadas, y una falda rosada de rombitos a juego con una blusa de la misma tela. Me veo los pies y aun encuentro mis zapatos de trabita, ortopédicos, mandados a hacer donde un zapatero que tenía voz de pollo ronco. Sobre todo, recuerdo la presencia de toda mi gente alrededor de aquel pedacito de niña  llegada como última nieta en cada una de mis dos alegres tribus de primos. Aquel sábado en una iglesia de Utatlán, la mía era una felicidad completa.
Todavía siento el sabor de los helados Arnold´s que vendía mi tía Nilda en la gasolinera Texa Mixco, a la salida del pueblo de Mixco. Me gustaba el de banano. Mi papá solía ir los fines de semana a saludar a mi tío a su negocio de gasolina. Yo lo acompañaba para encontrarme con aquel helado que me esperaba en el congelador de una caseta de Orange Crush. 
Puedo evocar la primera vez que me sacaron a bailar en aquel repaso. Fue, también, el primero de muchos. El chico decidido, la canción de Styx, mi vestido blanco confeccionado por mi abuela, los nervios que me pinchaban por dentro la barriga, mis pies sin calcetas ataviados por incómodas zapatillas de Minici. Como si fuera milagro, se enciende aun en algún recoveco de mi archivo histórico, la necesidad insaciable de crecer que me conducía en aquellas décadas.  
Escribiría book reports de muchos de los libros que leí durante la adolescencia, como si esta hubiera sucedido la semana pasada. Algunos, incluso, podría devolverlos a su sitio exacto en la biblioteca de Sister Kim.
Mi vieja memoria, con talento me guarda las felicidades. Comprometida. no me falla. Pero como la  imperfección es integral y la capacidad de recordar no es inmune a los apagones, me he visto en apuros.  Tan afanada se mantiene en esa custodia de los ayeres, que, cuando llego al súper o la farmacia o la tienda sobre la 4ta calle, por más que le tiro del pelo, no logra recordarme qué era eso tan urgente que necesitaba. Llego a casa, atravieso el umbral, y un foco intermitente se prende en la mente y me regaña por todo lo que olvidé hacer. 
Me descuida el presente la habilidad para recordar. Mucho pedirle a la memoria si la tengo ocupada cuidando casi cincuenta años de historia. 
Ni modo. Para eso tengo una libretita que se ahoga en el fondo de mi bolso. El problema es que, u olvido escribir todo que debo hacer, u olvido a la libreta de hojitas con garabatos, sobre el escritorio.

No se puede tener todo en esta vida.

Con falda de nubes

La luna me siguió por el camino que conduce de mi trabajo a casa. Esta noche nos observa de cerca, como si no quisiera subir muy alto. Trae un color mostaza claro, y una falda de nubes que se mueven. Acaso conoce esta luna mágica de tribulaciones y quebrantos y cansancio. Adivina también sueños y alegrías. Como sea, su llegada rasga el uniforme cuadriculado de la rutina. Un pequeño regalo para todos.

Háganse un favor amigos míos, dedíquenle a la señora iluminada unos minutos de contemplación en silencio. Luego se cuentan qué sintieron ante tal belleza.


¿Acaso no les voltea el alma?


Homenaje al silencio

De color indefinido estaba esta tarde el cielo. Sentada en una silla rodeada por largas tumbergias, observé cómo cambiaba el escenario donde reposa el volcán de Agua. Lo veía en absoluto silencio. Una tormenta eléctrica asomaba intermitente detrás del bosque que vigila nuestro jardín desde la montaña de enfrente, sin embargo no alcanzaba a escuchar los truenos. El silencio que me envolvía era rotundo. Cambiaba la luz  del espacio que contenía mi silla vieja, como película sin volumen. Fue fantástico.
He aprendido a comprender la magia del silencio. Cierro los ojos y procuro sentir lo que está oculto en el aire, me envuelve un velo que detiene durante instantes el tiempo y su historia. Se supone que debemos apreciar la paz que flota en la ausencia de escándalo y sonido. Antes le temía, silencio era lo mismo que soledad. Y la soledad solía aterrarme.  Cuando acaso ando rota, aun me perturban sus grietas. Pero como a todo se adapta el alma, la mía encontró gracia en el silencio y descanso en los momentos solitarios. Se me abre algo dentro, es una revelación. En ella nacen milagros intrascendentes: un dibujo, una historia o, como en esta tarde moribunda, un verso. Un homenaje al silencio, hilvanado con palabras interiores.
Eres quien me guía 
por el túnel gris 
de la incertidumbre,
poderoso señor silencio.
Tu canción de viento me
regala reposo, abre mi
entendimiento y le conduce
a la respuesta oculta.
Te acurrucas a mi lado
dulce y sagaz silencio,
tu paz me acaricia 
el futuro y su incierto.
Diriges la dinámica
que transforma mis
solitarios recovecos,
y mi miedo sucumbe 
a tu verdad de siempre.
Te busco y te invoco
en la noche que apenas
nace, en una cuna de
relámpagos mudos.
Te encuentro, te abrazo,
en tu sabiduría eterna
me pierdo y descanso.
Escucho tu consuelo
sin palabras ni  reclamo,
Eres hermoso, eres azul,
tan sereno,  silencio mío.

La lección ha de ser enmendada

Fue incompleta la información que nos dio el libro de Ciencias Naturales en segundo grado. Podría decir que fuimos sutilmente engañados. Resulta que la lección dictaba:  «Los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren.»  Lo aprendíamos a decir al derecho y al revés. Hasta recuerdo el conejo y la flor que dibujé en el cuaderno para ilustrar mi nuevo conocimiento. 
A medias quedaron las certezas. Porque este enunciado será válido para el salmón, pero en el caso de los humanos estas cuatro etapas son simplistas en extremo, son el principio del laberinto al que llamamos vida. Faltaron muchos capítulos en la lección de nuestros años de primaria, asuntos tan rotundos como crecer y reproducirse.
Ha quedado un vacío galáctico, porque entre la reproducción y la muerte se forma una inmensa laguna. Sí, nacemos. Y a partir del momento en que vemos la luz del mundo crecemos sin parar. Todos los días un poco, no hay tregua. Los huesos, los dientes, el pelo, las ideas, las caderas, el mal o buen genio, los sueños, todo se alarga y se ensancha. El crecimiento es intenso. De pronto llega el día en que el cuerpo cambia, su crecer toma otro rumbo. Se expande el deseo de independencia, de exploración, se expande el deseo de desear. Descubrimos que estamos preparados para la fiesta de la reproducción y ansiamos hacerlo. Todo el proceso resulta cautivante, a quien  diga que no está de acuerdo…no le creo.   
Llega el día esperado. Fabricamos bebés y nos nacen hijos. Y ahí empieza la debilidad de la teoría de la clase de ciencias. Empezamos la dulce etapa de la crianza. Nos ocupa tanto tiempo, mente y energía que estamos entretenidos y  felizmente cansados. Todo marcha de maravilla durante estos años. Pero ante nuestro asombro, ellos, nuestros hermosos hijos, también crecen. Y nadie nos advierte que se irán, de una u otra manera. Mientras tanto seguimos y seguiremos vivos. ¿Y ahora qué?
Empieza la etapa no aprendida. Se nos vacían las horas, cuestionamos, envejecemos, nos inundan achaques reales o imaginarios, nos rebelamos ante lo establecido. Disponemos que queremos aprender maravillas nuevas que escandalizan a algunos.  Buscamos con ahínco, sin saber  a ciencia cierta que fue lo que se perdió. Enloquecemos a medias de tanta pregunta sin respuesta, de tanto recuerdo, de tanta transformación, o por el tiempo que queda enredado en nuestras manos mientras transcurren los años entre las reproducción y la muerte. En todo caso, la esperamos procurando no aburrirnos. Tratamos a toda costa de no morir en vida.
Dicho esto, la lección debiera ser: Los seres vivos (humanos, para hablar de nuestra especie) nacen, crecen, se reproducen, crían, se quedan solos. Cuestionan, se aburren, se entristecen, luego se alegran porque encuentran respuestas o sorpresas. Pierden prejuicios y algunos pierden el juicio, luego vuelven a encontrarlo.  Se deterioran, se enferman, toman medicinas. Se curan. Toman decisiones impensables. Las repiensan. Toman aviones de ida, regresan.   Ven a sus crías crecer, cambiar y reproducirse. Se preguntan una y otra vez cual etapa sigue, porque lo que vendría no estaba escrito en el libro de primaria. Algún día se cansan y dejan de hablar pues ya dijeron todo lo que vinieron a decir a este mundo. O ya no hablan porque ya no oyen. Se sientan y esperan. Y   finalmente, si no lo hizo a destiempo, llega por ellos la señora muerte. 
Mucho sucede entre la llegada de los hijos y la llegada de la muerte. La lección ha de ser enmendada.

En un vaso de agua

Me dices que me ahogo en un vaso de agua. Puede que así sea, o puede que no. Así lo ves desde ese otro lado del muelle, y lo dices en un intento vano por ayudarme. Pero no es tan simple. Nadie lo ve ni lo siente ni lo enfrenta como yo. Porque existen vasos y existen aguas. Y en todo caso se trata de mi vaso. Es mi agua, y solo yo trago su sabor que aturde, su densidad que parece no ceder, solo yo tiemblo ante su extraño matiz  de líquido opaco que no me deja ver futuros o posibilidades  a través de él. Lo siento grande y amenazante. Para ti es un vaso, para mí una presa con muros que sucumben ante  presiones de agua y fuego al mismo tiempo.

¿Me ahogo? ¿Cómo puedes saberlo? No has probado a qué saben estas corrientes, no puedes sentir el nudo que atan en mi garganta, ni te empapas con las lágrimas no deseadas que resbalan sobre mi rostro. Líquido que produce líquido, así son ciertas angustias. No, no sabes. Porque es mi garganta, es mi corriente, mi llanto, mi rostro, mi agua, mi vaso. ¿Puedes verlo desde tu muelle? Se trata de una pena mía, de nadie más. Un dolor, grande o pequeño, agua de un vaso  que me asfixia únicamente a mí. Es inútil procurar tu entendimiento, jamás podrás apreciar la vorágine  de su marea. 

Habrás tenido tu propio vaso de ahogo y agobio, no sé si en este momento. Pero lo tendrás o lo tuviste. Y si abres la consciencia,  recordarás que dentro de ciertos vasos, te ahogas sin remedio. Tanto, que ante tus ojos nublados parecen lagos,  estanques profundos, o son acaso tan vastos como el mismísimo océano.   

Vaso, tempestad o mar, este líquido que aturde y angustia me pertenece, solamente yo me ahogo en él. Menos mal no es un naufragio colectivo.

Pero llegará cierto momento.

De pronto, con el último aire que me recorra, buscaré fortaleza milagrosa. Sacaré valentía en medio de las corrientes, abriré los pulmones, la boca, el alma, y como si de un prodigio se tratara, hasta la última gota de desasosiego se evaporará. Puede ser que una mañana de inspiración y fuerza inusitada vierta su contenido sobre la tierra para que desaparezca en sus poros fértiles. Aunque lo más probable, en ausencia de milagros, es que aprenda a vivir en medio de la turbulencia, sin ahogos mortales, sin rencores. Ha sucedido antes.

Después, el tiempo hará lo suyo con las mareas bravas y la amenaza de sus olas. Y traerá finales. Porque nada es para siempre.

Mi ánimo flotará después del paso de la tormenta, apacible y templado, en franca tregua. Si tengo suerte, puede que me alce en vuelo sobre las aguas mansas a mi nueva mirada. Por debajo, ocultas quedarán las mareas y marejadas de pena y conflictos. Entonces tal vez coincidamos. Y sonriendo te dé la razón: después de todo, me ahogaba en un vaso de agua. Para mientras déjame asirme a mis salvavidas inventados. Ahogarse es de humanos, inventar flotadores también.
                                       

    

Nada mejor que eso

No sé cuantas plegarias, conjuros, promesas, mantras y desvaríos inventan las otras madres cuando andan con el ánimo en modus preocupandus. Mi colección es vasta. Resulta que entre el inventario de preciadas  posesiones que adquieren los hijos crecidos está el irse de feriado con los amigos, sin los papás de los amigos. Sin sus papás.

Resignadas y sin poseer argucias eficaces  para amarrarlos a nuestras faldas, los vemos partir  muy dueños de sus planes. Sí, en ese vehículo que se infla y desinfla  como si bailara con la música a todo volumen, viajan aquellos niños que, hasta hace poco, bajaban del carro de mamá con lonchera a cuestas y tarjeta de nombre en letra de molde con «Kinder B» prendida en un suéter talla 4T. Salen los jóvenes en bermudas, con hieleras e independencias a una playa, o a un río, o a un lago, o a todos los anteriores en la misma temporada. Y la madre se queda con el celular como extensión de su mano y el whatsapp como extensión de su voz y el alma en vilo rezando porque lleguen en orden a su destino. Porque se apiaden y avisen a su muy pendiente progenitora. Porque todo lo que ha de acontecer en su aventura suceda tranquilo… porque regresen en tiempo prudente, a salvo, enteros y dispuestos a contar su vacación. Esto último, claro, es una petición ambiciosa por demás,  porque los pormenores  se quedan en algún aire suspendidos. No cuentan nada. 

Pero al verlos regresar con todos sus deditos prendidos al cuerpo, con su andar  adolescente que pronto dejará de serlo y con ese rostro de niño de lonchera que no podemos borrarles aunque estén barbados, volvemos a nacer. Apagamos las veladoras con brincos gigantes de gratitud, el mundo nuestro vuelve a girar. Y el interruptor del quehacer cotidiano de nuevo se enciende en la mente materna. La carretera quedó atrás.  El joven ya está en casa, nada mejor que eso.



Lo que deja la infancia

Guardo en el altillo de un clóset una caja con recuerdos. Imágenes y voces que rescaté de la infancia, tesoros de mi adolescencia. Un caos, porque en asuntos de sentimiento no guardo orden. La verdad es que el orden no es el más fiel de mis compañeros. Pero la caja y su tapadera me protegen el pasado, acunan a mis amuletos, como si supieran lo que para mí significa lo que guardo ahí dentro y lo que llevo bien amarrado a la memoria.
Cartas recibidas durante mi niñez, símbolos cariñosos de abuelos, tíos, primas y amigas. Y por supuesto de mi mamá. Tengo también una carta linda que me escribió Anaí, mi hermana seria. Son monumentos a mi pequeña historia.
La mía fue una infancia feliz, normal. Sí,  fue una infancia completa a pesar de los pesares. No sé cómo lo lograron los adultos sobrevivientes, pero a pesar de las pérdidas, nunca sentí peligro, no me vi obligada a crecer por los cambios. Jugué, era fantasiosa en desborde, una niña de patines y hula-hula. Una chiquilla que despreocupada se entretenía con yax o con un Disco Chino a media calle. Fui también pequeña de muñecas y de «juguemos comidita». 
Procuraron los adultos de nuestra infancia que las Navidades fueran celebraciones con estrellitas y galletas. Escribíamos cartas a Santa Clos. Para la quema del Diablo comíamos buñuelos y mi abuelo se encargaba de que la fogata fuera de rompe y rasga. Halloween era de decoraciones y dulces recolectados por toda Vista Hermosa, nunca faltaron los disfraces y ante todo, el entusiasmo y la ilusión. No celebrar un cumpleaños era imperdonable. Comíamos pastel de chocolate decorado con botonetas, cantábamos Happy Birthday porque si no cantábamos y soplábamos no se sentía la nueva edad. No sé cómo, pero hubo veces que un mes enterrábamos a alguien, y al siguiente le hacían la bulla a los niños. 
No fue asunto ligero. Hubo una racha de años con muertes. Casi cada año de media década de los setenta, lo terminamos con un miembro menos en la mesa familiar. Enterramos desde una anciana, hasta un primo pequeño. Mi bisabuela materna, habitaba un dormitorio con santos, veladoras y reclinatorio en casa de mis abuelos. La suya fue una muerte natural y como se espera sean tales despedidas. No así la de mi primo de diez años, trágica y como no se espera jamás. ¿Cómo explicar que un niño se retire cuando su vida apenas calienta motores? Hoy tendría cincuenta y un años, sabrá nadie a dónde lo hubieran llevado esos motores. Además de esos dos extremos, mis abuelos enterraron a un hijo joven que les heredó cuatro hijos,  un yerno joven de bigote y otro yerno joven de avionetas. No exagero. La mayoría de sus nietos nos quedamos sin papá antes de cumplir trece años. Vaya si era de susto, vaya si éramos pequeños. Por eso lo digo y agradezco, a pesar de los pesares y de los funerales con sus inevitables consecuencias, nuestra infancia nos enseñó, con cierta alegría, a seguir adelante. Y ahora de vieja, veo el mérito de los abuelos y las tías, y la madre incluida. 
Claro, hubo tardes de cuestionamientos rebeldes, de ira por la muerte, de lágrimas y ausencias. Pero el tiempo hacía lo suyo, y lo lograba bien porque las sombras se disipaban con el paso de los meses y ante las pequeñas ilusiones por lo que haríamos el fin de semana, durante las vacaciones o en el futuro. 
Muchas familias son así, no sólo la nuestra. Mientras se traiga niños al mundo, y si se tiene cierto sentido de la alegría, toca procurarla a los pequeños. Hacer de su vida algo normal y esperanzado, celebrarla. Después de todo y si lo vemos desde lejos -así, muuuy lejos y con el corazón adormitado-,  vida y muerte, ambas, son inevitables. Lo evitable es que no se pase la primera sin fabricar razones para recordarla bien. Y entre otros recursos, mi caja del altillo me ayuda a asirme a tales recuerdos.
¿Por qué lo escribo? porque al evocar las tardes de refacción en casa de Tata y la Mima, en donde salían niños hasta de las gavetas, en donde siempre había bulla, en dónde reinaba un caos irreverente, a pesar de los esfuerzos de mi Mima por ordenar lo inordenable, siento ganas de volver a sentir lo que sentía ahí y entonces. Lo escribo ante la convicción de que la mía fue una infancia imperfecta, pero feliz y segura. Una dimensión a la que a veces necesito volver.