Lo que deja la infancia

Guardo en el altillo de un clóset una caja con recuerdos. Imágenes y voces que rescaté de la infancia, tesoros de mi adolescencia. Un caos, porque en asuntos de sentimiento no guardo orden. La verdad es que el orden no es el más fiel de mis compañeros. Pero la caja y su tapadera me protegen el pasado, acunan a mis amuletos, como si supieran lo que para mí significa lo que guardo ahí dentro y lo que llevo bien amarrado a la memoria.
Cartas recibidas durante mi niñez, símbolos cariñosos de abuelos, tíos, primas y amigas. Y por supuesto de mi mamá. Tengo también una carta linda que me escribió Anaí, mi hermana seria. Son monumentos a mi pequeña historia.
La mía fue una infancia feliz, normal. Sí,  fue una infancia completa a pesar de los pesares. No sé cómo lo lograron los adultos sobrevivientes, pero a pesar de las pérdidas, nunca sentí peligro, no me vi obligada a crecer por los cambios. Jugué, era fantasiosa en desborde, una niña de patines y hula-hula. Una chiquilla que despreocupada se entretenía con yax o con un Disco Chino a media calle. Fui también pequeña de muñecas y de «juguemos comidita». 
Procuraron los adultos de nuestra infancia que las Navidades fueran celebraciones con estrellitas y galletas. Escribíamos cartas a Santa Clos. Para la quema del Diablo comíamos buñuelos y mi abuelo se encargaba de que la fogata fuera de rompe y rasga. Halloween era de decoraciones y dulces recolectados por toda Vista Hermosa, nunca faltaron los disfraces y ante todo, el entusiasmo y la ilusión. No celebrar un cumpleaños era imperdonable. Comíamos pastel de chocolate decorado con botonetas, cantábamos Happy Birthday porque si no cantábamos y soplábamos no se sentía la nueva edad. No sé cómo, pero hubo veces que un mes enterrábamos a alguien, y al siguiente le hacían la bulla a los niños. 
No fue asunto ligero. Hubo una racha de años con muertes. Casi cada año de media década de los setenta, lo terminamos con un miembro menos en la mesa familiar. Enterramos desde una anciana, hasta un primo pequeño. Mi bisabuela materna, habitaba un dormitorio con santos, veladoras y reclinatorio en casa de mis abuelos. La suya fue una muerte natural y como se espera sean tales despedidas. No así la de mi primo de diez años, trágica y como no se espera jamás. ¿Cómo explicar que un niño se retire cuando su vida apenas calienta motores? Hoy tendría cincuenta y un años, sabrá nadie a dónde lo hubieran llevado esos motores. Además de esos dos extremos, mis abuelos enterraron a un hijo joven que les heredó cuatro hijos,  un yerno joven de bigote y otro yerno joven de avionetas. No exagero. La mayoría de sus nietos nos quedamos sin papá antes de cumplir trece años. Vaya si era de susto, vaya si éramos pequeños. Por eso lo digo y agradezco, a pesar de los pesares y de los funerales con sus inevitables consecuencias, nuestra infancia nos enseñó, con cierta alegría, a seguir adelante. Y ahora de vieja, veo el mérito de los abuelos y las tías, y la madre incluida. 
Claro, hubo tardes de cuestionamientos rebeldes, de ira por la muerte, de lágrimas y ausencias. Pero el tiempo hacía lo suyo, y lo lograba bien porque las sombras se disipaban con el paso de los meses y ante las pequeñas ilusiones por lo que haríamos el fin de semana, durante las vacaciones o en el futuro. 
Muchas familias son así, no sólo la nuestra. Mientras se traiga niños al mundo, y si se tiene cierto sentido de la alegría, toca procurarla a los pequeños. Hacer de su vida algo normal y esperanzado, celebrarla. Después de todo y si lo vemos desde lejos -así, muuuy lejos y con el corazón adormitado-,  vida y muerte, ambas, son inevitables. Lo evitable es que no se pase la primera sin fabricar razones para recordarla bien. Y entre otros recursos, mi caja del altillo me ayuda a asirme a tales recuerdos.
¿Por qué lo escribo? porque al evocar las tardes de refacción en casa de Tata y la Mima, en donde salían niños hasta de las gavetas, en donde siempre había bulla, en dónde reinaba un caos irreverente, a pesar de los esfuerzos de mi Mima por ordenar lo inordenable, siento ganas de volver a sentir lo que sentía ahí y entonces. Lo escribo ante la convicción de que la mía fue una infancia imperfecta, pero feliz y segura. Una dimensión a la que a veces necesito volver.
                   

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