Memoria para el ayer, desmemoria para hoy

Al revés me funciona a veces la memoria. Sabe que cuento con ella, que dependo de ella, que la necesito a nivel llano, práctico y cotidiano, pero sobre todo que preciso de su capacidad para que mis emociones no envejezcan, para que no se nuble la indispensable remembranza. Tanto lo sabe y tanto lo entiende que es insuperable en registrar pasados. 
Puedo describir con lujoso detalle el bautizo de mi hermana Anayansi. Que este año mi hermanita menor habrá tragado cuarenta años, no aleja sus imágenes en blanco faldón. Recuerdo su carita perfecta rodeada por el capuchón de organza, las pestañas escandalosamente lindas, desproporcionadas ante su pequeñez, su cuello flaco, su boquita de corazón. Recuerdo a mi mamá inflada de leche, con las cejas muy delgadas, y una falda rosada de rombitos a juego con una blusa de la misma tela. Me veo los pies y aun encuentro mis zapatos de trabita, ortopédicos, mandados a hacer donde un zapatero que tenía voz de pollo ronco. Sobre todo, recuerdo la presencia de toda mi gente alrededor de aquel pedacito de niña  llegada como última nieta en cada una de mis dos alegres tribus de primos. Aquel sábado en una iglesia de Utatlán, la mía era una felicidad completa.
Todavía siento el sabor de los helados Arnold´s que vendía mi tía Nilda en la gasolinera Texa Mixco, a la salida del pueblo de Mixco. Me gustaba el de banano. Mi papá solía ir los fines de semana a saludar a mi tío a su negocio de gasolina. Yo lo acompañaba para encontrarme con aquel helado que me esperaba en el congelador de una caseta de Orange Crush. 
Puedo evocar la primera vez que me sacaron a bailar en aquel repaso. Fue, también, el primero de muchos. El chico decidido, la canción de Styx, mi vestido blanco confeccionado por mi abuela, los nervios que me pinchaban por dentro la barriga, mis pies sin calcetas ataviados por incómodas zapatillas de Minici. Como si fuera milagro, se enciende aun en algún recoveco de mi archivo histórico, la necesidad insaciable de crecer que me conducía en aquellas décadas.  
Escribiría book reports de muchos de los libros que leí durante la adolescencia, como si esta hubiera sucedido la semana pasada. Algunos, incluso, podría devolverlos a su sitio exacto en la biblioteca de Sister Kim.
Mi vieja memoria, con talento me guarda las felicidades. Comprometida. no me falla. Pero como la  imperfección es integral y la capacidad de recordar no es inmune a los apagones, me he visto en apuros.  Tan afanada se mantiene en esa custodia de los ayeres, que, cuando llego al súper o la farmacia o la tienda sobre la 4ta calle, por más que le tiro del pelo, no logra recordarme qué era eso tan urgente que necesitaba. Llego a casa, atravieso el umbral, y un foco intermitente se prende en la mente y me regaña por todo lo que olvidé hacer. 
Me descuida el presente la habilidad para recordar. Mucho pedirle a la memoria si la tengo ocupada cuidando casi cincuenta años de historia. 
Ni modo. Para eso tengo una libretita que se ahoga en el fondo de mi bolso. El problema es que, u olvido escribir todo que debo hacer, u olvido a la libreta de hojitas con garabatos, sobre el escritorio.

No se puede tener todo en esta vida.

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