Algunos descubrimientos de mi niñez son trozos que traigo a buen resguardo en la memoria. Esos momentos iluminados de respuesta que explicaban los misterios del mundo adulto. Algunos fueron extraordinarios. Guardo por ejemplo, un regalo que trajo cierto día en los años setenta y que sigue sacándome una sonrisa. Sentí alegría y una especie de poder nuevo y mágico. Fue el momento en el que descubrí que en el radio se puede cambiar de estación. Fue en la cocina de nuestra casa de Tinco.
Olía a frijoles, nunca lo olvidaré. Vi como Lupe daba vuelta a una pelotita del radio anaranjado de la cocina. Como si fuera brujería, se interrumpió un anuncio aburrido y dio paso a alguna balada en español.
Empecé, sin hacer mucho caso a las protestas de la cocinera, a buscar y encontrar, a dar vueltas a la pelota milagrosa. Aprendí que no solo Radio Rumbos existía en el mundo. Conocí la 5-60, la Fabu Estéreo, Cadena Azul y hasta me enamoré de la voz de Juan del Diablo en una radionovela.
Durante la pausa escolar obligada que trajo el terremoto el tiempo sobraba. Yo me lo gastaba “jugando radio”. Me metía bajo una mesa del campamento con un radio pequeño de transistores. No recuerdo de quien era. Me volví experta en buscar música. Con el paso de la vida conocí muchas emisoras y sus programas. Desde aquella época feliz de niñez, el gozo de escuchar música me acompaña cada día de mi vida.
La forma en que escuchamos música ha cambiado. La era digital se encargó de marcarla para siempre. Pero mientras el tráfico exista, el arte de la radio también vivirá. De forma feliz e inevitable forma parte de nuestra cotidianidad.
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