Se llamaba Celina, mi maestra de primer grado. Era encargada de sección y daba las clases relacionadas con palabras. Lenguaje, Sociales, Ciencias Naturales. No recuerdo si alguna más. Cuando empezaba el lunes, durante la primera clase, un período en el que astutamente mezclaba contenidos de Sociales y Ciencias, solía preguntar qué habíamos hecho durante el fin de semana o cuál lugar nuevo habíamos conocido y, muy a menudo, qué habíamos comido. Esa pregunta era respondida con especial algarabía. Los helados y los algodones de azúcar eran galanes en las respuestas infantiles. O los churrascos, a veces.
Algún lunes de aquellos, respondí con la gracia que posee una niña de siete años, —Yo comí sesitos— así, en diminutivo. Tuve que decirlo dos veces, tres. —Sí, sesos. Dice mi mamá que son el cerebro de la vaca.
Mis compañeros soltaron todo tipo de expresiones. De asco, de incredulidad, de risa. La Señorita Celina me apoyó con total contundencia. Me creyó, por supuesto, pidiendo detalles. Se los di con la misma naturalidad con la que me los comía. —Tienen hojitas y tomate— expliqué— son entre blanco y rosado, y los comemos sobre pan francés tostado, untado con un montón de mantequilla. Lo que más me gusta es el pan.
Con el tiempo aprendí sobre el sofrito de cebolla previo, la forma adecuada de lavarlos, los condimentos invisibles que enloquecían de gusto a la gente grande.
Las hojitas eran de cilantro. Pero a los siete años todo lo verde son hojitas. A los siete años de aquella época cualquier hojita que te servían en el plato, junto a todo lo demás, debías comértela sin rechistar. Las formas de disciplinar tenían en los tiempos de comida un aula amplísima para impartir lecciones fundamentales de urbanidad. La mesa era siempre un espacio en donde se reforzaba la autoridad de los adultos.
Escuchando leyendas de la familia, aprendíamos el arte de comer en su exquisita dimensión sensorial y además aprendíamos las reglas del bien comer. Modales en la mesa, les llamaban las tías. Cada infancia está marcada por los aprendizajes de mesa. Esta huella de estirpe ha sido una verdad universal desde el inicio de los tiempos.
—Los prepara mi abuelo— dije con un orgullo que después de cuarenta o cincuenta años, todavía siento en cada vena, terminando así la explicación de los sesitos de aquel almuerzo.
Y es que, en casa de mis abuelos maternos, se comía así, con una extravagante cotidianidad. Cada sábado, en aquella casa llena de gente, se celebraba un almuerzo familiar en el que podía servirse lengua, hígado, pollo oculto bajo todo tipo de salsas, chuletas con jalea, hilachas kilométricas. O sesos. Mi abuelo era un tipo hermoso en muchos sentidos, solemne en actos culinarios, de diente magnífico y hacía de su cocina un laboratorio/taller/escenario de portentos. Cocinar le provocaba placer, comer aún más. Servir sus viandas a la familia era para él una forma de respirar.
Pensar en comer es evocar la historia familiar hasta resucitarla. Puede verse como un caleidoscopio de momentos y platillos y voces en movimiento o, dueña de personajes y relatos, como una inolvidable novela. Hablar del supremo rito de comer es desmadejar, a partir de una inmensa colección de recuerdos, el hilo conductor de la memoria. En lo buenos recuerdos siempre hay comida y gente querida, en los tristes también.
Además de las fechas comunes en las que las familias nos reunimos para celebrar en torno a una mesa presta con tradición culinaria —Navidad, Primero de Noviembre, cumpleaños, bautizos, etc.— los momentos inesperados también tienen inmerso el más que humano acto de comer.
Regresar del cementerio después de haber enterrado a un ser querido, es un ejemplo de ellos. Una familia enlutada, refaccionando pan de manteca, frijol volteado y queso, bebiendo café, hablando del amado difunto, es estampa a buen resguardo en muchas memorias. Velar a un enfermo durante jornadas de horas que no saben morir, también implica construir familia comiendo.
Hasta aquel terremoto del 77 trae a mi memoria formas variopintas de compartir las comidas. Hubo inevitablemente reinvención y creatividad. Nos reuníamos en el jardín. En medio de las carpas en las que improvisamos la vida y las noches, la comida era dispuesta sobre mesas y sillas plegables, con un mantel típico rojo como telón de fondo, tesoro de mi abuela paterna. Todo aquello es en mi mente una postal llena de gente comiendo y hablando al mismo tiempo, de sabores y aromas, un momento bajo el sol inmenso.
En torno a las costumbres familiares culinarias, particulares o tradicionales del país, pueden surgir relatos memorables. Poseen un lenguaje intrínseco y propio, un código en exclusiva. Son rituales íntimamente ligados a la evolución personal y al traumatizante e inevitable crecimiento.
Pasar de la mesa de los chiquitos a la de los adultos. Involucrarnos en la sutileza de los preparativos. Liderar alguna conversación en la mesa. Dar rienda suelta a la curiosidad respecto a las comidas, las recetas, los ingredientes, su origen y su porqué en nuestra tribu. Conocer a los ancestros a través de la comida, en los momentos de comida. Cada acto es eslabón de un rito de paso que sucede en medio de aromas y texturas, pilares de nuestra identidad, siempre en compañía de seres amados.
Es parte esencial del sentido de pertenencia. Se crece de vianda en vianda, a paso de platillos y recetas y, por supuesto, de secretos familiares.
El libro de cocina de mi abuela es una joya. Cierta receta de un caldo cinco estrellas, empieza con carrerear al pollo en el patio y describe con pericia cómo debe desplumarse. A partir de esas palabras, escritas con su caligrafía meticulosa, algún día de un incipiente siglo XX, encuentro una de las raíces que definen mi identidad, otorga coordenadas en el tiempo y el espacio a mi condición mortal. Una receta con historia es así de poderosa.