“Vamos a ir a la Demo” , lo decíamos con frecuencia. Nuestra niñez estuvo nutrida por temporadas en aquel lugar, fines de semana, feriados largos, las vacaciones de medio año. La Demo fue destino esencial en la historia familiar.
La Demo es el diminutivo que utilizamos para referirnos a la Democracia, municipio de Escuintla, cercano a la Gomera. Un pueblo a medio camino entre Siquinalá y Sipacate, verde y húmedo. Lugar de mucho calor y exagerada lluvia, la Democracia lleva puestos en todos sus bordes los misterios de la bocacosta. De su exuberancia tropical guardo impregnados el aroma y el verdor.
En aquel corazón de varios caminos, mi abuelo tenía una gasolinera. Se convirtió en el centro de sus afanes, lo fue durante mucho tiempo. “Pepe está en la costa” decía mi abuela. Eso significaba que atendía sus negocios por aquellos lares.
Atrás de la gasolinera, en la Demo también había una vieja casa. Un corredor que parecía de principios del siglo XX con una serie de habitaciones alineadas una tras otra. De un lado estaban las distintas habitaciones, enfrente, una espacio en el que se combinaban patio, jardín y pilas. En medio, entre las habitaciones y el espacio abierto estaba el ancho corredor que funcionaba como área de estar. Recuerdo su piso, baldosas rojas con diseños dibujados en blanco. Recuerdo una bodega al fondo del corredor en donde guardaban lubricantes y cosas así. Era territorio prohibido para nuestros juegos. Recuerdo sobre todo el baño. Era angosto, viejo, profundo y oscuro. Húmedo todo el tiempo. Aquel baño me daba miedo. Si necesitaba entrar lo hacía en compañía de mi hermana.
Con el paso de los años, mi abuelo fue añadiendo espacios. La edificación era tan antigua que se dio a la tarea de renovar lugares sin botar la vieja casa del corredor. Para los nietos construyó una piscina. Fue uno de sus primeros proyectos. Aunque estuviera en medio de un pueblo, la Demo muy pronto se convirtió en casa de recreo para la familia. Era el destino de las vacaciones. Mis abuelos la preparaban para acogernos.
Las piscinas de mi abuelo no lo eran en estricto concepto. Nada de filtros ni de químicos, ni coquetos azulejos, ni bordes exóticos, ni iluminación submarina. Lo que llamábamos piscina era un tanque. Un inmenso y mágico tanque que tenía parte bajita y parte honda. Lo llenaba cuando empezaba la temporada de nietos. Encendía el chorro en la noche porque tomaba casi diez horas llenarlo. No recuerdo con certeza cada cuanto lo vaciaban, pero meterse dentro mientras del chorro brotaba un torrente fuerte de agua fresca era una fiesta.
Los azulejos de la piscina llegaron con los años, pero sin ápice de coquetería. Lo que buscaba mi abuelo al crear espacios para la familia era que fueran prácticos y cómodos. Tuvo la sabiduría de no acudir a lujos innecesarios.
Poco a poco, la Demo creció en áreas funcionales. El amplio y completo dormitorio de mis abuelos, los vestidores para la piscina, baños que no daban miedo. La oficina, el pantry en donde comíamos cuando no éramos tantos, una bonita cocina. Todo fue surgiendo poco a poco. Todo era blanco, iluminado, nuevo, emocionante.
Mi abuelo no acudía a arquitectos o ingenieros. Él, con un maestro de obras y un par de albañiles hacían todo. Fundía banquitos en la piscina, closets en las habitaciones y anaqueles en las bodegas. Sus muebles de cemento sacaban la tarea. La economía era necesidad y afán.
Marcada por la cadencia de feriados o vacaciones, la construcción de mi abuelo terminó de transformar el lugar. Mi abuela lo acompañaba con frecuencia hasta que prácticamente se convirtió en compañía permanente. Juntos pasaban temporadas más largas allá. Se habían construido otro hogar.
La fiesta patronal de la Democracia es el 1 de enero. Para nuestra alegría, el feriado de Año Nuevo coincidía con la feria. El evento era fascinación pura. Éramos tan niños que no nos daban permiso de ir solos. Pero un par de tías, por siempre entusiastas, se apuntaban para llevarnos.
En la feria de la Demo aprendimos a jugar lotería de verdad, con canto en megáfono, muchos jugadores y premios colgados del techo. También a jugar fichita y anillo, a disparar con rifles de mentiras a globos inflados. Subimos a ruedas de Chicago que eran giradas a mano por dos entusiastas muchachos y a un carrusel también operado de forma manual dando vuelta a una manivela. El ticket para los juegos costaba diez centavos, la naranja con pepitoria, cinco centavos, las granizadas y las aguas en bolsita también costaban cinco. Con los setenta y cinco centavos que nos daba mi abuela estábamos más que hechos. Tres chocas compraban tardes completas de diversión.
Trato de hacer sentido a esta nostalgia feroz, a la añoranza por los lugares de nuestra infancia. Las visitas a la Demo desatan imágenes cargadas de sentimientos de todos los matices. Mis abuelos, mis adorados y extraordinarios abuelos, el lugar que cada uno ocupaba en la pareja, en la familia, en nuestras vidas de niñas, de jóvenes, de mujeres. La autoridad de él, la dulzura de ella, la sabiduría de ella, la protección de él.
Los viajes a la Demo están marcados por un antes y un después. El antes cuando mi papá vivía, cuando él conducía y yo hablaba desde que salíamos hasta que abrían el portón en la Demo y mi mamá trataba de que yo hiciera silencio sin lograrlo y mis hermanas resignadas se dormían. Fueron tiempos en los que íbamos toda la familia a pasarla con abuelos, tíos y primos. Tiempos sin sombras ni ausencias, la infancia feliz.
El después llegó demasiado pronto. Insoportablemente pronto. Muere mi papá y todo cambia. Incluso cambian las idas a la Demo. No recuerdo que mi mamá haya regresado alguna vez. Nosotras en cambio, sí. Muchas, por fortuna. Mis hermanas y yo íbamos con mis abuelos a pasar cuanta temporada fuera posible. Mi mamá trabajaba mucho. Aunque es posible que no fuera por lo que llevaba roto adentro. No hablé nunca con ella al respecto.
Con especial emoción recuerdo las vacaciones de medio año. Eran largas, duraban casi un mes. Durante el mes de junio la Democracia es tierra de agua despiadada, de lluvia y más lluvia, de hermosas y escalofriantes tormentas. El patio-jardín-pila se inundaba y nosotras, en calzoneta y chancletas inventábamos juegos de barquitos y lodo. Jugar bajo la lluvia era para nosotras jolgorio puro y para mi abuela un inevitable martirio. Después del relajo, no descansaba hasta vernos bañadas en agua tibia, cubiertas de talco y colonia, con el cabello limpio y desenredado y ataviadas con pijamas frescas. Si enfermábamos se preocupaba a lo loco.
Cuánto nos cuidaban y mimaban aquel par de viejos. Para ellos, éramos lo que quedaba vivo del hijo menor, muerto de forma inesperada y trágica. Fuimos lo que de él quedaba hasta que murió cada uno de ellos. Nos hicieron sentirlo de mil maneras, con cariño a caudales, con cuidado y presencia constante. Las temporadas en la Demo, un ejemplo macizo de cuánto y cómo.
No recuerdo con exactitud cuando fue la última vez que viajé con ellos a la Demo. Debo haber tenido quince años. La adolescencia es un rito de paso demasiado largo, plagado de sinsentido. Los intereses cambian, la obsesión de querer estar rodeados de jóvenes y en donde se conocen nuevos modelos de acción nos alejan de los lugares cálidos de la familia. En la pubertad la inteligencia se nubla, las hormonas nos hacen perder capítulos trascendentales de la razón.
No sé qué daría por volver tiempo atrás. Dejar ir una fiesta o una mañana deportiva o una invitación de amigas o a un enamorado para viajar con mis abuelos a la Demo. Para escuchar sus historias. Para decirles que yo también, mucho pero mucho.
La Demo me arde adentro. No solo no recuerdo exactamente cuando fue la última visita, tampoco sé porque no volví cuando ellos aún vivían.