SOÑADAS

La memoria de los sueños no suele ser recurrente. No lo es desde hace tiempo, es un asunto más que se pierde con la edad. En contadas ocasiones recuerdo con precisión qué soñé. Cuando era niña, en cambio, las imágenes de lo que vivía en el misterioso otro lado solían permanecer. Los acontecimientos inconscientes de la noche formaban parte de la experiencia vital. Cada mañana, durante el trayecto en bus hacia el colegio las aventuras oníricas eran tema favorito de conversación.

¿Qué soñaste anoche? Era pregunta de rigor. La respuesta, un minucioso ejercicio de narración. Cuando se trataba de los sueños, las niñas nos poníamos creativas en el oficio de contar historias.

En estos años de pesada adultez el asunto es distinto. Lo que soñamos tiene muy poca relación con la memoria o la capacidad narrativa y mucho que ver con la digestión y el estrés. Con frecuencia se recuerdan las pesadillas, infames impuestos que cobra el aparato digestivo cuando se transgreden sus capacidades. Esas pesadillas traen consigo fuertes dosis de angustia. Zozobras muy vívidas, de inusitada violencia, aunque de los sucesos que las provocan sobrevivan únicamente fragmentos inconexos con tendencia al surrealismo.

Anoche, sin embargo, tuve un sueño bizarro, un viaje nocturno de insólita belleza. Viejos anhelos cobraron vida y, como no puede faltar, todo el asunto trajo consigo descargas de agobio.

Sentada en un sofá blanco, peludo, frente a un inmenso ventanal que da a un jardín, estoy en una sala amplia iluminada que, aunque me resulta familiar, en realidad no conozco. Me acompañan dos pequeñas ¿Son mías? ¡Son mías! Resulta que además de los dos que ya tengo, en mi sueño soy también madre de dos niñas. Dos chiquitas que para mi sorpresa-o no tanto- llevan los nombres que llevarían los hijos que sí tengo si hubieran nacido niñas.

Mariana tiene cuatro años, Inés es bebita, apenas tiene meses. Y como los sueños deben tener su nota absurda, soy madre de este par de cositas bellas a los tantísimos años que hoy tengo. En la vida real del mundo despierto mis hijas de sueño podrían ser mis nietas.

En la sala conocida pero no del todo, sentada también en el sofá blanco peludo, la abuela de mis dos muy adultos hijos y mis dos hijitas bonitas intenta convencerme de que ella es capaz de cuidarlas. El padre de las niñas, que no asoma en el sueño, pero constituye una extraña presencia, exige que le acompañe en un viaje. Asumo, porque no me queda contundentemente claro, que el padre que no se ve pero está es el mismo padre de los hijos mayores que sí existen en el plano despierto. Mis hijos son dos hombres alrededor de los treinta con hermanitas que podrían ser sus hijas. Todo se vale cuando el subconsciente la lleva. Los veo. Juegan con mi niña de cuatro años, la miman. El tiempo en el sueño de pequeñitas y ventanales inmensos es como un hule que se estira y encoge de una manera que solo puede suceder en un sueño o una película.

Lo que más me impacta, lo que me deja con algo innombrable en carne viva es lo que siento. El movimiento y fuerza de las emociones, la ternura desbordada, el antojo de abrazar a la recién nacida y no soltarla jamás. La suavidad que experimento al rozar su piel y la alegría de verlas a los ojos me deja sin aliento. También el golpe de leche. Siento un genuino golpe de leche y una necesidad desesperada por alimentar a la pequeñita. Su cabeza es un perulero perfecto, una bolita amarilla pálido con pelusa clara. Se parece al segundo de los hermanos reales.

La niña de cuatro años, Mariana se llama, camina de un lado a otro con un conejo de trapo en las manos. El conejo es blanco con naranja y está muy sucio, lo lanza a su hermano mayor. El conejo es un viejo regalo de la memoria, alguna vez existió en los recovecos de mi niñez. Ella está descalza, lleva puesto un pantaloncito blanco y una camiseta. Se parece a mí Mariana. Morena clara, cabello marrón sujetado con dos colitas absurdamente torcidas y disparejas. Hasta en eso manda el realismo mágico del oficio soñador. A todas luces se nota que yo la peiné. O que intenté hacerlo.

La abuela que no se parece en nada a las abuelas que sí tienen mis hijos insiste en que ella puede cuidar a mis dos niñas. No sé si es madre mía o madre del hombre, solo sé que se dice abuela de mis hijos. El pecho me arde. La leche amenaza con desbordarse. Mi cuerpo es una fuente ingobernable. Ella insiste. La pequeñita perulero, Inés, empieza a llorar. Es evidente que no quiero viajar, que no quiero dejar a mis hijas. Es tan fuerte y real que lo siento en los huesos, el sueño completo está cargado de agobio.

El mandato del padre que no figura pero se manifiesta me asfixia. Inés llora, grita, como si supiera. La leche continúa golpeando. La abuela que no sé de donde ha salido asegura que ella podrá amamantarla, que lo hará mejor que yo. ¡Que lo hará mejor que yo! Algo empieza a quebrarse. Su afirmación me convence. La escena completa, de esquina a esquina, de techo a suelo es un absurdo sueño. Un imposible.

Aún dormitando, con el umbral entre dimensiones medio abierto, empiezo a comprender. Nada de esto es real, solo mis hijos, los hombres que nacieron hace tantos años y que, en ese otro lado de la noche, lucen tal y como son en este momento. Aún veo a las niñas. Un dolor inmenso me invade, entiendo que no son posibles, que no son realmente mías.

Por mucho que las esperé mis hijas nunca nacieron. Mi subconsciente, amo y señor del sinsentido onírico es el único que tiene poder sobre ellas. Pero son tan reales. Siento la manita de Mariana en la mía, veo el rostro recién llegado al mundo de Inés. Me mata el amor. Están cerca y no lo están.

Despierto del todo. Cada pieza de realidad me cae encima. Fue solamente un sueño.

Y construyo interrogantes. Si fue así ¿por qué me estrangula esta despiadada sensación de pérdida? ¿Porque pasé todo el día con una nostalgia espesa colocada sobre los afanes? ¿Por qué extraño con tanto dolor, con conmoción visceral a las hijas soñadas? ¿Por qué si casi nunca recuerdo lo que sueño esta travesía a la irrealidad quedó impresa con tanto detalle?

Peor aún ¿por qué, si lo escribo para dejarlo ir, me asfixia la noción de que no volveré a sentirlas?

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