La única llave

La maestra de religión respondió que las personas que morían sin recibir la extrema unción no entraban en el cielo. Los óleos eran la única llave. El cielo, un lugar que ella había descrito durante la clase con majestuosa imaginación, era el sitio de la paz eterna. El único.

Aprendíamos los sacramentos. Desde el bautizo hasta la extrema unción. Ella los escribía en mayúsculas, con letra demasiado pareja, demasiado grande, demasiado redonda, en el centro del pizarrón.

Después de la clase, cuando el aula estuvo vacía me acerqué a preguntarle. Fue entonces que respondió lo del cielo negado para los no ungidos. Fue entonces que reclamé el cielo para los que no tuvieron tiempo.

Mi papá se ahogó el mes pasado—le dije —no estaba en sus planes morir, no había buscado a un sacerdote, ni siquiera por aquello de las dudas.

La maestra se hizo de bolas para explicar lo inexplicable. Tanto se enredó que no me condujo a sitio sereno. Se llamaba Nineth, llevaba el negrísimo cabello en forma de honguito, como niña y usaba unos enormes lentes cuadrados que agrandaban sus ojos. No recuerdo si se maquillaba.

Ni imaginar qué hubiera pasado si me extiendo, si le hubiera contado que mi papá no fue bautizado en la fe católica, no había hecho la primera comunión y, por supuesto, no estaba confirmado.

La maestra a la que la fantasía no se le encendió para alivianar la angustia a una niña hecha pedazos, escribía el nombre de los sacramentos en mayúsculas. Ya lo dije.

Yo prefiero las minúsculas, pura cuestión de gustos.

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