Eventos mágicos, tan inefables, tan perfectos, que evitamos hablar de ellos para protegerlos de ajenas distorsiones.
Los conservamos íntimos, secretos, envolvemos su belleza en silencios de felicidad.
Nos gobierna el afán de resguardar su integridad, de perpetuar cada uno de sus instantes, cada umbral, toda su luz.
Soñamos con preservar intacta la versión de quien fuimos al vivirlo, reconocemos con asombro quien somos por haberlo vivido. Deseamos permanecer en ese particular estado de gracia.
El temor de extraviar el poder redentor de su recuerdo camina bravo las rutas del entendimiento, y no, una pérdida de tal naturaleza no es posible aceptarla. Por eso no lo soltamos a un mundo capaz de trastocarlo.