Vivíamos enMixco, el jardín inmenso de mi temprana infancia. El recorrido de regreso en bus, desde el colegio en la lejana ciudad hasta aquella parada verde, ocupaba dos días en la cronometría de mi mente niña. Mi mamá tenía que subir cada tarde de cada semana a recoger el bulto dormido en que me convertía durante todos mis trayectos.
Un hilito de saliva dulce resbalaba por la comisura de mis labios. Mi rostro de cuatro o cinco o seis años, mostraba un archipiélago rojo, distinto cada tarde. Obra maestra de la cuerina tibia que cubría el colchón de mi sillón cama. Era tan grande el sillón, tan pequeña yo, tan bultito, tan soñante. Con la certeza que guardan los niños al saberse protegidos, pensaba que dormir en el bus no era asunto de peligro. Jamás despertaría de vuelta en el colegio a causa de un olvido. Porque mi mamá era el elemento más sólido de esa atmósfera en donde no cabían angustias innecesarias.
Soñar en un bus, soñar durante el recreo o soñar mientras mi mamá conducía, era uno de los tantos placeres posibles cuando los sueños aún eran cotidianos.
Fue muy simple dormir en cualquier sitio mientras los años eran pocos, mientras el mundo estuvo colocado en su justo sitio.
