Hubo un tiempo en el que jugaba bajo la lluvia, saltaba en los charcos que se formaban en el jardín. Mixco era rural y húmedo, Mixco era nuestro sitio, mi parque infantil. Bajo su tierra quedan fragmentos de nuestras raíces, recuerdos de cuando jugábamos. También del día que, desarmadas, empacamos para emigrar.
La lluvia descendía de las copas de tantos árboles y continuaba su resbaladiza travesía a través del aire que sostenía un arco iris. Niñas pequeñas en tardes larguísimas, esperábamos chorritos sobre la cabeza y los seguíamos hasta que rompían los espejos de agua sobre la grama y el lodo. La lluvia era un juguete, era aventura, era canción. Empaparnos la mejor travesura. La lluvia era regocijo y la vida fiesta.
Pero el tiempo hizo lo suyo.
Tal parece que la lluvia de ahora también recuerda. Es como si tuviera una conexión invisible con lo que reposa en la memoria. Tras el cristal del carro en este caos urbano, observo. Embotellamientos íntimos y ajenos colisionan en algún sitio indefinido dentro del pecho. Una bomba de nostalgia, otra de sensatez. De nuevo el espejo en aquella grama, roto con cada gota, reparado tras pequeñas pausas. Risas infantiles, dientes de leche.
De pronto hoy. Un bocinazo, un semáforo da verde, la lluvia continúa, avanzo tres largos y cortos metros. Regreso a los árboles aquellos, a mi pelo de niña empapado por la lluvia y por el juego. La música cómplice. Apago el radio, hago tres llamadas para adelantar tareas, para desatar el nudo. Un bombazo de sensatez. Ni árboles ni charcos rotos ni niñas, hoy es hoy. El tráfico no avanza.
Una voz
no apagués la música
es peor.
¿Quién esa esa niña que me habla?