Mon Laferte está en Guatemala. Hoy es su concierto y me parece maravilloso. Pero ahí me quedaré, con la maravilla en la imaginación. Porque alguien anónimo, en algún tiempo remoto dictó una ley de invisible código que prohíbe a las mujeres con brújula cronológica disparatada asistir a eventos de juventud. Vaya tristeza. Resulta que Mon me fascina. Tiene su ladín rockero, no del todo compatible con mis años, pero la gran mayoría de sus canciones hablan y me hablan en directo y a todo pulmón. Me gustan su garbo y su dulzura, alucino con la libertad que la mueve o la detiene.
Las letras de sus canciones, caramba, ¡qué asunto franco! Sé de memoria tantas que podría acompañarla sin tapujos. Si no lo hago es porque nací en el siglo XX, en el año de la luna, mi niñez paleolítica fue setentera. Ya saben, la ley invisible me exige recato, a pesar de que la brújula que guía mis tiempos atemporales me tiene encantada y contenta. Por eso hoy me siento musicalmente fragmentada. Qué pena perderme a Mon, su voz y sus canciones de amor primaveral, qué pena no ver el clavel en su cabello, ni contarle los tatuajes mientras toca su guitarra.
Nadie me hizo ganas, esa es la verdad. La brújula de mis contemporáneos va en tradicional dirección. El don de la casa, quien a veces me lleva para su susto y para mi gusto, no se alinea con posturas modernas. Escuchar de pie no es lo suyo. ¿Cómo explicar? En Mon se encuentra algo de Amy Whinehouse, de Chabela Vargas, de Edith Piaf. Pero Mon es Mon. Única. Y con la brújula más destartalada que nunca armo esta pataleta gramatical como si fuera niña. Ahí está. Ya la escribí. Me voy a cumplir mi sentencia de time out… con Mon en mis audífonos.