Treinta años

Todos, o casi todos, llegábamos en bus. Eso de llevar y traer niños al colegio no era común en el siglo XX, afortunadamente. El viaje en bus era de por si una aventura cultural en la vida escolar. El rato antes de la salida de regreso a casa, en el corredor detrás de donde los buses aguardaban la señal de salida, era otro momento con vida propia. Un espacio en el que convivíamos  sin  fronteras de grados o secciones. Hombres y mujeres por igual. 

En medio de esos momentos de llegada y salida ocurría todo un universo. La infancia primera fue de  columpios y disfraces y canciones en alemán que milagrosamente entendíamos. Loncheras de Blanca Nieves o amarillas en forma de bus y bolsones azules –uniformados todos hasta en eso– eran parte de la cotidianidad escolar en primaria. Usábamos macabras pluma fuente que algunos nunca aprendimos a dominar del todo. Sí, aprendíamos a escribir con elegancia europea -bolígrafos prohibidos- aunque algunos manchábamos sin remedio nuestros elegantes cuadernos, comprados en aquella proveeduría que ayer descubrí aún existe. A partir de cuarto grado usábamos saco, el suéter era cuestión de güiros. Con el saco nos sentíamos la mamá y el papá de Tarzán. Cuidado y lo perdíamos, eso sí. Las aulas tenían, cada una, lavamanos y un retroproyector para acetatos, modernos en los años ochenta, hoy piezas de museo.  En el IAG aprendimos matemáticas largas y profundas y a veces angustiantes. Entraba Herr Sperlich a la clase y  me sudaba el cerebro. 


Tocábamos marimba y cantábamos en un coro fuera de serie. También teníamos orquesta y espectaculares veladas musicales. Durante los recreos jugábamos yax, liga y tenta eléctrica. No recuerdo bien en qué consistía esa tenta, pero resuena.  

Teníamos pulcros jardines en donde era prohibido jugar (¿?). Y una cancha de basquet en la que jugábamos más kickball y matado. ¿Basquet? Creo que no muy.  Recreos enteros jugábamos kick. Algunas poco afortunadas no éramos muy doctas en materia de balones y nos costaba encontrar equipo que nos quisiera en sus filas. Pero no dejábamos de ir. 

Celebrábamos Puntos Cívicos todos los lunes, don Maco siempre los presidía. Detrás de donde se paraba a decir saludo uno y saludo dos, había una bodeguita con puerta de vidrio. A través de ella se veía una calaca completa. Más que ser herramienta para aprender los  huesos servía para asustar o para inventar bromas. Todo dependía del grado que cursábamos y del grado de ocurrencias… de ese grado.

En el IAG había más apodos y bromas que tareas, y sí había tarea, créanme. Todavía sueño con las  complicadísimas lecciones de biología de Frau Poesche y aquellos tests de o todo o nada, que para ajuste de penas debíamos llevar firmados por los papás. Lo académico era intenso. Y teníamos también otras intensidades. Tomábamos muy en serio las clases de arte y de música algunos, mientras otros se afanaban en atletismo y esas proezas de dificultad extraterrestre. Había de todo para todos.  

Tuvimos ante todo,  lo más valioso que la convivencia cercana y diaria ofrece. La oportunidad de tejer lazos de amistad que, la vida ha mostrado, no se rompen con facilidad. A pesar de las distancias y de la ausencia y de los largos collares de años.  La memoria de pertenecer se impone. La memoria de los buenos ratos es suprema, la memoria del cariño nos salva. Además, la necesidad de volver al pasado o de reír sobre aquellas felicidades nos sacude. 

Ayer celebramos treinta años de haber terminado el colegio. No todos llegamos al último día, pero hubo tantos años con tantos días para sembrar semillas de absoluta complicidad y de fregadera infinita, que sí, me atrevo a decir que pertenecemos a una tribu con un ADN fuera de serie. Llevamos un sellito por ahí, adentro. Y eso no se borra. Una fiesta fue la de ayer, una vida de alegría y ocurrencias y aprendizaje constantes fue la de aquellos grandiosos años. Épocas inolvidables.

Se les quiere mucho promo 87. Gracias por existir.


 



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