Es una paradoja la foto de nuestros pequetes. Una suerte de recuerdo, un pedazo de olvido.
Quedaron inmóviles sus caras pequeñas, sus bocas en forma de corazón, el pepe atravesándolas como la flecha de cupido. Sus manos de melocotón redondo, sus bucles con luz propia. La pestañas que bailaban al escuchar pájaros, las encías que picaban ante la invasión dental.
El otro lado está en blanco. Es un vacío, lo que el tecnicolor dejó ir. Ahí hay fantasmas de juguetes que habitaban la alfombra de abecedario; de las voces de campanita que anunciaban descubrimientos en su galaxia doméstica; del aroma a talcos Johnson, a pañal mojado, a compota. La foto no trajo al futuro la suavidad en su piel de pana y colágeno, ni las cosquillas, ni los besos ensalivados de bananito con miel. No guarda la humedad de sus lágrimas desconsoladas cuando mamá huía a la galaxia del fondo para hacer pipí. Ni los gritos de gozo cuando papá entraba con corbata floja a inventarles cuentos.
Es una suerte tener el recuerdo, un pedazo de pena lo que se fue al olvido. Un prodigio construirlo con palabras. Desde la frontera del Desitín hasta la del Cerelac cupo tanta ternura, todas las canciones de Barney, Buzz Light Year y su viaje infinito, Esmeralda la gitana, Cuasimodo enamorado. El disfraz de Jafar, el disfraz de lechuga.