Se supone que no estamos solos en ciertos escenarios emocionales. Pero todos guardamos silencio. Como si no sintiéramos la vulnerabilidad de nuestra posición, disimulamos un temple que aparenta más firmeza de la que tiene. Una ventisca y se derrumba, cautelosos, nos escondemos de los aires que despeinan. Y debajo de ese afán por fingir normalidad, cuando a ratos nos quitamos la máscara, nos sentimos cada vez más solos. Nadamos hacia ningún lado en un mar de soledad inmensa. Pero actuamos como si no sintiéramos dolor, como si ese mar no nos mojara y no nos drenara. Actuamos, porque andar con el alma en pelota es de mal gusto.
Entonces cae en nuestras manos una historia. Un libro la cuenta. Resulta tan, pero tan parecida a la propia, que se nos paran todos los pelitos. Y ese hallazgo no tiene precio. Descubrimos que quedan valientes seres humanos capaces de compartir lo suyo. Y vemos una luz de aliento. Entonces me atrevo a decir a viva voz: No soy la única miedosa, ni la única ridículamente imperfecta, ni la única mujer frágil como el cristal. Existe en el universo alguien más que se siente inadecuada, que no sabe en donde ubicarse o hacia dónde se dirige. Que habla sola, que encuentra en la palabra escrita la única posible catarsis, que escribe y descubre un extraño y temporal estado de salvación. Sí, la incertidumbre es infinita y no es sólo mía. Alguien más levanto la mano y se atrevió a cuestionar y a contar, lo hizo escribiendo un libro, y en el proceso obtuvo una que otra respuesta. Después de todo, no soy tan rara, pertenezco a un colectivo de sensibilidad exacerbada. He descubierto un nuevo tipo de alivio.