Precios pecaminosos, para arriba y para abajo

Mueren los artistas, y el precio de su obra  o de sus pertenencias o de la alfombra que pisaron, sube al alto cielo. Como ellos, supuestamente. Quizás tales montos suben más que sus espíritus. Si llegan o no a algún sitio superior, no lo sabremos nunca. Lo que sabemos es que tales precios sí atraviesan la estratósfera y salen de la Vía Láctea. Los millones que se pagan por cuadros y esculturas y vestidos (¡!!) y carros (¡!!) y polveras (¡!!!!!!) no caben en la recta numérica de mi entendimiento.
En el tema de la plástica, encuentro cierta razón. Muerto el pintor, muerta la posibilidad de que vuelva a pintar. Sus obra irrepetible se convierte en reliquia. Algunas creaciones son espectaculares, belleza pura, otras, aún no las entiendo. En gustos se rompen géneros. Las catizumbadas de plata pagadas por ellos, son incomprensibles en mi humilde y mortal opinión. El arte me gusta, sin ser experta. Sobre métodos de valuación soy ignorante.
En la literatura sucede lo contrario,  manuscritos aparte (¿o no?). Entiendo  que las obras pueden ser editadas y publicadas muchas veces, en muchos siglos y muchos países. En tantos idiomas. Pero hay tesoros tan injustamente degradados que me arde la panza.
Por alguna razón, la poesía no es popular, no como debiera serlo, no como lo fue. ¡Es arte, es historia, es corazón, caramba! ¡la poesía es un regalo! Nunca veremos que en Sothesby´s se subaste el bolígrafo que usaba Benedetti para firmar cheques, o la pipa con la que fumaba Neruda. ¿Cuánto pagarían por una bufanda de Alfonsina Storni?  No, ¿verdad? Somos pocos los locos que damos pensamiento a tal banalidad -porque es banalidad comprar a precio de BMW, un vestido con el que alguna princesa bailó en una gala, por ejemplo.
Entro ayer en la tarde a una librería cuyo nombre me reservo –sólo hay dos, a ver quién adivina-  a buscar a la grande, la inmortal la irreverente Juana Inés. El amabilísimo chico que me atiende, no la conoce. (¡!!). No le gusta mi disgusto. Busca en el sistema. ¡Oh sorpresa! Aparece un único ejemplar: “S.J.I. de la Cruz, poesías, selección”. El chico  desconoce en dónde está físicamente -perdido, mal guardado, olvidado- mi libro. Porque ya era mío, claro. Busca y busca. 
–No señora, no lo encuentro.
–¡Ay no! busque más responde la señora. No tengo prisamiente la señora. 

Al final de veinte vueltas, aparece mi monja poeta. Es un libro pequeñito, con un  desfavorecedor retrato de Juana. No importa. Siento felicidad, el vendedor, alivio.  (Que se vaya la señora, quiero cerrar). Leo su pensamiento. 

–Cóbreme, por favor qué alegría. Son veinticinco quetzalesvendedor no comparte mi alegría.  
¡¿Cuánto?! No puede ser.
Me produce migraña su precio de capuccino con sabor a vainilla, de agua pura en restaurante, de Banana Split. ¡Pero sí es arte! Irrepetible y antiguo y solemne.
Devaluación pecaminosa de una joya, ley de oferta y demanda. Dineros aparte, el mínimo valor que la librería podría darle a semejante estatura literaria, es que el vendedor sepa de quién se trata. La obra de Sor Juana Inés de la Cruz, señores, no tiene precio. Por su música, por lo que representa, por lo que ella sintió cuándo y cómo lo sintió. Por lo que hace sentir.
«En perseguirme, Mundo ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas;
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento 
que no mi pensamiento en las riquezas.»
S.J.I. De La Cruz

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