Fuego en el cielo


Llueve fuego de tarde
en el cielo que abraza
mi viejo balcón de 
hierro negro.
Fuerza bella y amarilla
que intimida la mirada
de quien busca respuestas 
en el firmamento, y encuentra
unas cuantas tímidas y ocultas
en la humedad de la tierra.
Fuego de oro presente en la tarde
que alcanza mi soledad escurridiza,
brillo de hermosura y sombra
que amenaza como el silencio
y seduce como el buen beso.
Llamas consumen con caricias
el cielo de mi imaginación.
Iluminan las ideas que nacen
y explotan y brotan valientes
en la mente, tan desesperadas
algunas,  esperanzadas las otras.
Fuego en mi cielo, flamas en el tuyo,
fuerza amarilla que ilumina y ciega
los cielos todos, de todos los tiempos.

Fotografía de Nicté Serra ,

Sin velas el viaje continúa

Lento y a pausas navego
 esta vida líquida
de ríos y océanos.
Recorro en asombro constante
el universo de burbujas, 
aguas de tantos matices
 y fuerzas invencibles.
De verdes y azules y  
caprichosos vientos. 
Sin velas y a la deriva quedé 
después de las noches huracán,
tal vez se perdieron durante
aquel naufragio que hundió mis
lienzos de navegante en
profundidades inalcanzables. 
O quizás ardieron mis velas 
bajo el fuego amarillo  del trueno, 
durante aquel siniestro
desencuentro sin  luz  de faro.
Continúo a flote, a pesar de
encalladuras y tempestades.
Suave deslizo mi cuerpo 
por aguas mansas o agitadas,
Persisto en mi viaje constante de 
amaneceres y estrellas fugaces.
El sol y la  montaña esmeralda 
custodian mi paso sin prisa 
sobre las aguas inciertas,
y sonríen ante mi danza apacible 
sobre corrientes amables. 
Danzas náuticas que nacieron
antes de la  tempestad y
muy dentro quedaron.
Y cuando llega la luna que arrastra
 a la noche de silencios rotos 
por grillos que se buscan,
 dejo caer el ancla de 
mi imaginación en las 
aguas serenas, traslúcidas.  
Soy esa barca que no usa
motores de combustible oscuro, 
mi movimiento es un impulso 
natural de aire y brisa y gotas 
de sal que flotan, mojan y 
me acompañan en la espera
de cada día, de todas las noches.
El puerto que tanto busco
todavía no surge en mi
horizonte cansado, o será 
acaso que mi destino inventado
de cristal y violines y besos,
aun no nace, o acaso jamás lo haga.

Poema para el poema

Llegaste a mis años 
de esperanza inmensa,
vestido de palabra, 
de agudeza métrica y 
entraste a mi centro cantando 
 la voz de todas las canciones.
Llenaste los pasos de  aquellos 
mis días siempre nuevos, 
con imágenes y campanas, 
con sílabas puras
y verdades inventadas.
Tus versos sonoros y valientes, 
abrieron mi entendimiento.
Y  profundo perforaron el pozo,
de mi sentir infinito con
alborotados remolinos. 
Y cuando los años de la esperanza
se desvanecieron como humo
de volcán cansado,
con sonetos o haikus siempre
permaneciste, sereno, a mi lado.
Y cuando vertiginosos llegaron
los años que tragaron a la feliz
certeza, la que fue de mentira,
consolaste la lágrima del vacío
con tu verso de tenue alegría.
Y luego, cuando llegaron los
otros tiempos,
los de soledad incomprensible,
oportuno acariciaste 
mis vacíos primeros
con tus líneas de iluminada
sorpresa.
Y hoy que los años todos se 
amontonan en mi historia,
los de centella y los de neblina,
los de silencio y los de sinfonía,
los de compañía y los de abandono,
a mi lado habita intacto
tu rostro de sílabas en página blanca.
Me envuelves completa
con cada palabra, en cada silencio.
Sacudes mi esencia con 
tu gozo inmenso y con todo el 
lamento del universo.
Te quedaste  conmigo siempre,
Eterno y poderoso,
siempre vivo,
Poema mío.

Ya no está

Sólo a Facundo Cabral le gustaba la mujer cuando llora.
Y es una pena,  porque Facundo ya no está.
Extraña configuración tenía en su sentir, maravillosa su forma.





Pero ni modo… Facundo ya no está.

Regalo

Trastocan ánimos ciertos regalos, giramos y nos elevamos  al recibirlos. Tengo mis favoritos.  Las flores porque traen fragancia y color y cariños. La Música que transporta y me transforma. Una conversación hilvanada con confianza y cercanía, tiempo a manos llenas.
Y claro, me ilusiona recibir libros. Algunos son permanentes, otros, son letra pasajera: los libros que me compran y los que me prestan. Es un obsequio por doble partida que alguien ponga en mis manos un libro prestado. Quienes hemos hecho de la lectura un hábito parecido a la respiración, sabemos de qué hablo. Un libro prestado trae las manos de su dueño en cada página.  Llega con notitas o frases subrayadas que revelan asombros personales.  Ocultos entre líneas brotan rasgos de quien ya lo recorrió, y eso es un tesoro.

Prestar un libro reverenciado es un acto de extrema generosidad. Es regalar historias ya vividas, es invitar a caminar por un sendero conocido e inolvidable. Existe complicidad cuando compartimos lectura, es un rito,  la entrega de una experiencia permanente. Prestar un  texto ya usado por tus ojos es un acto de intimidad. Un gesto que se agradece con palabras y abrazos. Y aún así,  la simple gratitud  queda corta.


LUGARES



Visito lugares en busca de historias, de libros, de razones… de respuestas. Me busco a mí misma.

No han sido muchos los sitios que a mi casi media década he conocido, el ritmo que la vida ha impuesto a mi tiempo y a mis afanes no está en sincronía con ningún modo nómada. Precisa trabajar. Es asunto de responsabilidades y ocupaciones.

 A cuenta gotas las ocasiones han llegado, y tal vez por eso la constante búsqueda es más intensa, y el asombro aún más impactante. 

Llego a espacios que deslumbran y que me roban aliento. Enmudezco a ratos para tragarme colores y formas, para envolverme en sonidos y en olores. Desearía llevarlos en maletas para llenar ratos vacíos. Es imposible, pero algo de ellos vuelve conmigo, imágenes para siempre.

  Tomo fotografías para fabricarme recuerdos, para descifrar historias, para inventarles poemas o cuentos. Las hago también para escribir capítulos de mi propia leyenda.

Cada uno deja en mi alguna huella espacial y temporal, un nuevo hallazgo en mi interior, una dosis pequeña de esperanza.  

Ya somos dos

Hoy por la mañana visitaba la Capilla del Santísimo un niño, acompañaba a su papá. Tendrá cuatro años quizás, a lo sumo cinco. Veía la custodia con fijación, sonreía y mantuvo el silencio que ahí acostumbramos construir y que un niñito no suele mantener. Así estuvo un rato. De pronto su susurro dulce me hizo volver del espacio lejano al que la lectura  me transportaba. El pequeñín  intentaba decirle algo a su papá. Fue justo cuando se retiraban  la capilla.

Salieron al pasillo y el chico continuaba hablando, ya afuera dejó de hacerlo en tono de secreto. Las ventanas estaban abiertas y escuché a la perfección lo que decía. ¿Por qué nos tenemos que ir?,  no me quiero ir, me quiero quedar aquí, pero no me quiero ir…» 

 “Ya somos dos”  respondió  la voz pequeña de esa niña mía que de tan presente, no siempre es interior. Se me sale su constante interrogación, su evocación desesperada de la infancia, su necesidad de sacudirme el ánimo. O tal vez no fue sólo mi niña eterna la que hablaba. Era toda yo, con todos mis años apilados. 

Y es que hoy, como mi amiguito,  allí quería quedarme…      

Fulgor busco

Busco senderos de luz cada día, 

calores luminiscentes que alumbren
todas las noches, toda mi vida.
Luz para encontrarme en la oscuridad,
velas que acompañen mis dudas,
que resuelvan los misterios
de la idea blanca ensombrecida.
Claridad a tono con mi alegría
fulgor que hable de la centella 
que como saeta brota de mi cuerpo, 
risas pequeñas de fuego grande.
Resplandores de incendio cuando se
apagan los míos, candiles que me
muestren la ruta, que alivien angustias
cuando en tinieblas me pierdo.
Luz portentosa para felicidades, 
para nostalgias, para mi pena,
para mi gozo, para la negra duda,
para el recuerdo iridiscente.
Ilumíname fogata eterna,
antes de que mi hoguera
vulnerable, se extinga toda.

LA GRAN MENTIRA

Ha mentido mi madre, repite un asunto que no es cierto, y como yo escribo porque sí y porque no, debo denunciar su falta de memoria. Se la pasa diciendo que la creatividad no es lo suyo –para nada mijas– dice, y hace la carita esa cuando lo dice. La carita de “así es, he dicho.”  Pregona que las hijas creativas que trajo al mundo, que sus niñas con vocación de artistas, lo heredamos de mi padre, quien a todas luces sí lo era.  

En nuestra casa él construyó, con la misma importancia que el baño o la cocina, un cuarto oscuro, equipado por completo  para revelar todo aquello que su lente captara. Era zona vedada para las niñas, era su santuario.  Mi papá y su cámara y su gozo. Un brevísimo gozo. Como el de sus libros y sus reliquias mayas, como su fascinación por mitologías y arqueologías misteriosas.  
Para él aún mantengo una sepultura abierta, no lo entierro del todo, para que reviva, o quizás lo entierro todos los días. Y por esas extrañas razones del proceso humano, es fuente de versos y cuentos,  de imágenes simbólicas que construyo en mis tardes solitarias y que nadie más que yo entiende. Si fuera maestra en asuntos musicales, ya le hubiera compuesto una sinfonía a sus ojos,  a su historia y a su ausencia dolorosa.

Pero la cuentera ha sido mi mamá. Si ella va por la vida calumniándose así, es  porque algo en su conciencia, con ánimo de protección, le borró horas y años plácidos sucedidos antes del accidente. Para que no doliera tanto la fractura de su historia, para que no extrañara la vida de antes.


Sin embargo, no contaba mi madre, con la testaruda y siempre necesitada memoria mía.  Testaruda para traer al presente lo que del pasado se ha difuminado y que preciso evocar para ubicarnos, y necesitada porque sin las piezas de la niñez, hasta de las más sutiles memorias, no sobreviviría cada día. Pero esa soy yo. A ella le tocó olvidar, o hacer como si olvidaba.

Antes del accidente, antes de la muerte y el éxodo, antes de que todo cambiara, mi mamá gastaba tardes enteras cosiendo vestidos para sus pequeñinas, y no eran cualquier prenda, no señor. Bajo la dirección de su suegra, y al amparo de la luz y la canción de su máquina moderna, realizaba verdaderas obras de arte. Yo lo recuerdo bien.

Tres vestidos blancos con tira de florecitas, tres vestidos de franela verde y azul con mangas bombachas, tres vestidos escotados con talle fruncido. Tres faldas, tres de esto, tres de aquello… La veo a ella, tan joven, tan mamá.  Puedo olerlos, siento la felpita de los vestidos de aquella Navidad cuando estrenábamos bebé, Anayansi recién había llegado, nueva como nuestros atuendos. 

La mente me transporta y me regresa a la infancia para volver a ponerme aquel vestido escotado negro floreado que era igual a uno que mi mamá, coqueta, se había cosido.

Hacía cambios sutiles en sus creaciones para que no pareciéramos trillizas. Aunque siempre lo parecimos porque nos separaban pocos años y nos juntaban mis escasos centímetros. Si yo tenía seis y Mayarí tres,  casi no se notaba. La broma era que ella,  Mayarí, quien es la tercera, vestiría con la misma tela muchos años. Heredaría el de Anaí, la segunda, y de último el mío, la mayor. Heredarnos la ropa como parte del ritual natural entre hermanas, era costumbre de fuerte raíz en nuestra tribu.

Y no dejo nada en mi memoria porque hoy necesito ser vehemente al escribir. Mi mamá bordaba también panalito, bellezas, mi muñeca de siempre vestía igual que yo. Tejía tricot, hacía complicados suéteres con trenzas retorcidas. Brillantes, perfectos.

¿Qué pensará la AA? –Así la llaman los nietos– ¿Qué a nosotros también nos dio amnesia selectiva?

La viudez temprana le cambió el rumbo. La hizo salir de su cuarto de costura, de sus tardes de madre joven con bebés, de la tibieza con la que la madera de nuestra casa de Mixco la cobijaba. Salió a la calle a traer sustento para nosotras. Y eso, a mi leal saber y entender es poner su proceso creativo al servicio de la más noble de sus causas.

Y ahí no termina esta historia que de tanta creación que contar, llegará a ser una pequeña biografía. Eso de trabajar para alguien más no le satisfizo del todo. Mi  mamá quería tiempo para sus niñas, tiempo para ella y para sus papás. Así que, soñando e imaginando, se hizo empresaria. Y en esas anda, emprendedora consolidada, diseñando controles, inventando negocios buenos, generando valor.

Llegó el primer nieto y se le despertó de nuevo la modista. Desde cojines hasta faldones para mesitas, pasando por colchas enormes y paños con tira bordada, aguardaban a mi primer bebé y primer nieto el día que salimos del hospital. Todo lo había hecho la estrenada abuela. Todo.

Se le enferma para siempre la tercera de las hijas, sí, la que heredaba ropa a partida doble, y mi madre se convirtió en diseñadora industrial. Ha creado los más ingeniosos accesorios para que mi hermana lleve una vida de enfermedad con la mayor comodidad posible.

Así las verdades, madre mía, no te calumnies. Sos una artista de la vida. Tu Opera Prima es esta tribu nuestra en donde hay de todo. Y si yo escribo un poema triste o me invento un postre, o Anayansi diseña dimensiones inimaginables para que sus alumnos crezcan, o si Anaí va sembrando plantas carnívoras en su jardín, no solo se debe a nuestra genética de padre artista, de hombre de literatura y mitologías. Se debe en gran parte,  a tu manera de construir nuevas rutas.

Bésame mucho…

Descubrí que no estoy sola en el trastorno sentimental que me aqueja desde la adolescencia. Desde los catorce años albergaba una sensación de no pertenecer del todo al rebaño pubertino. Y no por asuntos profundos existencialistas; no señor. Me sentía inadecuada por una razón simple: era irracionalmente romántica. Absurdamente sentimental, ridículamente melancólica. Salida del corral. Y de todo aquello, mucho queda. Sí, yo sé…  una  vergüenza… 
Poseía una fascinación fuera de toda modernidad. Era anticuada a la hora de escoger música. «Pareces vieja» me dijeron. «Parezco vieja» respondí. Y ahora que ya lo soy, pues lo que parezco a veces es una joven ignorante de que, poco o nada sirve esa forma de emocionarse al escuchar las canciones de hace siglos. Pero las emociones no obedecen, no se doblegan. Afloran y estallan y drenan. Y lloro.
La música nueva me gusta y gustaba. Pero jamás como las canciones de antes. Las de mi mamá, las de mi abuela, las de las películas mexicanas en blanco y negro. Las de las otras películas. Me otorgaba derechos sobre cada una de aquellas tonadas como si la historia que contaban era presagio de alguna de las vidas que me tocarían. 
Y no las nombro porque son miles de miles. Hasta la fecha cercanas, cada vez más viejas. Guardo, sin embargo, muy dentro una en especial. Una que me eriza. Y fue a propósito de esa canción que recién  aprendí que somos muchos en esta inadecuación. «Bésame Mucho» me ponía, me pone y me pondrá siempre a temblar.  La compuso una mujer, Consuelo Velázquez, a los dieciséis años. ¡Puedo imaginarla, caramba! verme en un espejo de 1940.
Resulta que es un fenómeno, que le ha dado muchas vueltas a muchas almas, que ha sido  traducida y interpretada desde Asia hasta la Patagonia, que llegó hace  setenta y cinco años al espacio sonoro y que sigue estremeciendo. Por esas casualidades que me regala la imprudente curiosidad que me pasea de texto en texto, encontré este artículo. «El eterno encanto de  Bésame Mucho». Increíble. Aquí detalles.
Trae embrujo esta canción. La escuchaba una y otra vez siendo niña, y desde niña soñaba con el día en el que sería besada. Así, bonito, con amor y fuerza. Por supuesto sucedió que con esta imaginación, que de tan libre rayaba en lo  irresponsable, me inventé tantos besos de mentiras que cuando llegaron los reales a veces decidía mejor dejar el asunto únicamente en sueño musical. A veces, repito, porque si hubo uno que otro  «como si fuera la última vez..» Como sea, no es de besos que escribo, es sobre música.
Hace pocos años escuché la versión de «Bésame Mucho» que Zoe inventó. Muy rockeros serán, pero la volvieron a hacer grande. Y ahí voy a veces, en el tráfico, peleando con el blue tooth, los años y los anteojos porque, por esos misteriosos asuntos de la melancolía, necesito escuchar a Zoe, con su versión siglo XXI consolando a mi sentimentalismo siglo XX.  Y aquí queda, para que la escuchen los de mi especie.