Hoy por la mañana visitaba la Capilla del Santísimo un niño, acompañaba a su papá. Tendrá cuatro años quizás, a lo sumo cinco. Veía la custodia con fijación, sonreía y mantuvo el silencio que ahí acostumbramos construir y que un niñito no suele mantener. Así estuvo un rato. De pronto su susurro dulce me hizo volver del espacio lejano al que la lectura me transportaba. El pequeñín intentaba decirle algo a su papá. Fue justo cuando se retiraban la capilla.
Salieron al pasillo y el chico continuaba hablando, ya afuera dejó de hacerlo en tono de secreto. Las ventanas estaban abiertas y escuché a la perfección lo que decía. “¿Por qué nos tenemos que ir?, no me quiero ir, me quiero quedar aquí, pero no me quiero ir…»
“Ya somos dos” respondió la voz pequeña de esa niña mía que de tan presente, no siempre es interior. Se me sale su constante interrogación, su evocación desesperada de la infancia, su necesidad de sacudirme el ánimo. O tal vez no fue sólo mi niña eterna la que hablaba. Era toda yo, con todos mis años apilados.
Y es que hoy, como mi amiguito, allí quería quedarme…