LA GRAN MENTIRA

Ha mentido mi madre, repite un asunto que no es cierto, y como yo escribo porque sí y porque no, debo denunciar su falta de memoria. Se la pasa diciendo que la creatividad no es lo suyo –para nada mijas– dice, y hace la carita esa cuando lo dice. La carita de “así es, he dicho.”  Pregona que las hijas creativas que trajo al mundo, que sus niñas con vocación de artistas, lo heredamos de mi padre, quien a todas luces sí lo era.  

En nuestra casa él construyó, con la misma importancia que el baño o la cocina, un cuarto oscuro, equipado por completo  para revelar todo aquello que su lente captara. Era zona vedada para las niñas, era su santuario.  Mi papá y su cámara y su gozo. Un brevísimo gozo. Como el de sus libros y sus reliquias mayas, como su fascinación por mitologías y arqueologías misteriosas.  
Para él aún mantengo una sepultura abierta, no lo entierro del todo, para que reviva, o quizás lo entierro todos los días. Y por esas extrañas razones del proceso humano, es fuente de versos y cuentos,  de imágenes simbólicas que construyo en mis tardes solitarias y que nadie más que yo entiende. Si fuera maestra en asuntos musicales, ya le hubiera compuesto una sinfonía a sus ojos,  a su historia y a su ausencia dolorosa.

Pero la cuentera ha sido mi mamá. Si ella va por la vida calumniándose así, es  porque algo en su conciencia, con ánimo de protección, le borró horas y años plácidos sucedidos antes del accidente. Para que no doliera tanto la fractura de su historia, para que no extrañara la vida de antes.


Sin embargo, no contaba mi madre, con la testaruda y siempre necesitada memoria mía.  Testaruda para traer al presente lo que del pasado se ha difuminado y que preciso evocar para ubicarnos, y necesitada porque sin las piezas de la niñez, hasta de las más sutiles memorias, no sobreviviría cada día. Pero esa soy yo. A ella le tocó olvidar, o hacer como si olvidaba.

Antes del accidente, antes de la muerte y el éxodo, antes de que todo cambiara, mi mamá gastaba tardes enteras cosiendo vestidos para sus pequeñinas, y no eran cualquier prenda, no señor. Bajo la dirección de su suegra, y al amparo de la luz y la canción de su máquina moderna, realizaba verdaderas obras de arte. Yo lo recuerdo bien.

Tres vestidos blancos con tira de florecitas, tres vestidos de franela verde y azul con mangas bombachas, tres vestidos escotados con talle fruncido. Tres faldas, tres de esto, tres de aquello… La veo a ella, tan joven, tan mamá.  Puedo olerlos, siento la felpita de los vestidos de aquella Navidad cuando estrenábamos bebé, Anayansi recién había llegado, nueva como nuestros atuendos. 

La mente me transporta y me regresa a la infancia para volver a ponerme aquel vestido escotado negro floreado que era igual a uno que mi mamá, coqueta, se había cosido.

Hacía cambios sutiles en sus creaciones para que no pareciéramos trillizas. Aunque siempre lo parecimos porque nos separaban pocos años y nos juntaban mis escasos centímetros. Si yo tenía seis y Mayarí tres,  casi no se notaba. La broma era que ella,  Mayarí, quien es la tercera, vestiría con la misma tela muchos años. Heredaría el de Anaí, la segunda, y de último el mío, la mayor. Heredarnos la ropa como parte del ritual natural entre hermanas, era costumbre de fuerte raíz en nuestra tribu.

Y no dejo nada en mi memoria porque hoy necesito ser vehemente al escribir. Mi mamá bordaba también panalito, bellezas, mi muñeca de siempre vestía igual que yo. Tejía tricot, hacía complicados suéteres con trenzas retorcidas. Brillantes, perfectos.

¿Qué pensará la AA? –Así la llaman los nietos– ¿Qué a nosotros también nos dio amnesia selectiva?

La viudez temprana le cambió el rumbo. La hizo salir de su cuarto de costura, de sus tardes de madre joven con bebés, de la tibieza con la que la madera de nuestra casa de Mixco la cobijaba. Salió a la calle a traer sustento para nosotras. Y eso, a mi leal saber y entender es poner su proceso creativo al servicio de la más noble de sus causas.

Y ahí no termina esta historia que de tanta creación que contar, llegará a ser una pequeña biografía. Eso de trabajar para alguien más no le satisfizo del todo. Mi  mamá quería tiempo para sus niñas, tiempo para ella y para sus papás. Así que, soñando e imaginando, se hizo empresaria. Y en esas anda, emprendedora consolidada, diseñando controles, inventando negocios buenos, generando valor.

Llegó el primer nieto y se le despertó de nuevo la modista. Desde cojines hasta faldones para mesitas, pasando por colchas enormes y paños con tira bordada, aguardaban a mi primer bebé y primer nieto el día que salimos del hospital. Todo lo había hecho la estrenada abuela. Todo.

Se le enferma para siempre la tercera de las hijas, sí, la que heredaba ropa a partida doble, y mi madre se convirtió en diseñadora industrial. Ha creado los más ingeniosos accesorios para que mi hermana lleve una vida de enfermedad con la mayor comodidad posible.

Así las verdades, madre mía, no te calumnies. Sos una artista de la vida. Tu Opera Prima es esta tribu nuestra en donde hay de todo. Y si yo escribo un poema triste o me invento un postre, o Anayansi diseña dimensiones inimaginables para que sus alumnos crezcan, o si Anaí va sembrando plantas carnívoras en su jardín, no solo se debe a nuestra genética de padre artista, de hombre de literatura y mitologías. Se debe en gran parte,  a tu manera de construir nuevas rutas.

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