El primer instante es inolvidable. Sucede cada vez que descubres un poema de sacudida estrepitosa, un nuevo collar de palabras atadas con ingenio, que te envuelve y emociona.
El escalofrío más dulce te recorre, tanto, que quisieras perpetuarlo.
Es tan grande tu instante, que se te antoja compartirlo para multiplicar el gozo que provoca. Y le revelas a alguien el poema.
Lo lees con ímpetu para que sus líneas lo golpeen con delicia, como te golpean a ti. Despacio, pronuncias la última palabra. Observas el rostro de tu alguien, buscas alguna huella, una migaja de asombro, pero no encuentras nada. Ni un solo cambio de luz en la mirada, ni un gesto.
Llega entonces la revelación, el segundo instante. Ese ya ha ocurrido en el pasado. De nuevo enfrentas la misma certeza: en este mundo de símiles y metáforas y métricas, estás a millas de distancia. Es una dimensión de soledad y apacible silencio. Un planeta lejano, frecuentado por pocos.
Le has leído con gracia el poema y no llega a ese espacio remoto, salvador, tan acogedor y familiar para ti. Aunque coloques millones de versos en sus pupilas o en sus oídos, jamás llegará. Es ley de su naturaleza.
Como la ley de la tuya es viajar al centro del poema cada día de tu vida.
He aquí una verdad universal: la poesía trastoca la vida de unos cuantos, pocos somos los afortunados.