Cuentan la misma anécdota una y otra vez. Agregan detalles nuevos si su ánimo vuela alto, o la repiten como lo han hecho tantas veces, con sombras de nostalgia o con la luz que otorga la dignidad. Mismos lugares, sucesos y personajes, el mismo antaño. Y los ojos les brillan. Así son nuestros viejitos. Sentirán que regresan a espacios y días, o quizás la reviven a viva voz para no perder la bitácora de su historia.
Repiten su pasado en un discurso florido para validar lo que fueron. No es necedad, es necesidad. Y escucharlos como si nos hablaran de aventuras épicas, como si no conociéramos tal o cual capítulo, es un regalo del que jamás hemos de privarlos. Más que eso, es harta obligación moral. Nuestro interés es un bálsamo para sus días de otoño. Ni pensar en negárselos, les debemos eso y mucho más.
Algún día tal vez, todavía andemos por acá y con el mismo bastón. Narraremos lo nuestro a quien nos otorgue su escucha, para asegurarnos de que no se escapan los días de antes, para no evaporarnos.
Quise decirle esto a un joven quien, impaciente con su abuelo, le dijo que conocía su cuento de sobra, que ya estaba aburrido de tanto oírlo. Pero no pude. Se me reventó algo entre las costillas cuando vi los ojos grises del anciano, y otro tanto en el hígado cuando vi el gesto altanero del patojo. No tiene idea del privilegio que es tenerlos.