A veces siento miedos. Se dice que “el miedo es una alteración del ánimo.” Imagino al mío todo engarabatado. “Una emoción primaria que produce angustia ante un peligro imaginario o uno real.” Mi imaginación es prolífera, muy creativa. También conozco los tentáculos negros y peludos de ciertas realidades. Macabras y rotundas como pesadillas.
El miedo es un ogro que nos traga por sorbitos hoy, por galones mañana. Se siente en la tripa y en la falta de aire. Produce calambres detrás de las costillas. Paraliza y tiene la facultad de disminuir a la mente y su capacidad. Tan bruta que soy cuando ando miedosa. Porque me sucede, tengo inventariados algunos miedillos que de pronto despiertan para desbalancearme.
Arrastro temores y terrores de variados colores e intensidades. Tengo en primer plano mis miedos externos. Me aturden, por ejemplo, las noches de jóvenes en antros y carreteras. Mis hijos de parranda, engullidos por la oscuridad nocturna, son para mí Stephen King y sus efectos especiales.
Y tengo miedos internos: me aterra la posibilidad de perder la memoria, o que la capacidad de asombro se gaste, o que se me extinga el entusiasmo.
Temo a la soledad y al abandono; a los desencuentros que me desquebrajan y dejan muda, tan muerta de tristeza. Me asustan ciertos silencios en ciertas personas. Me producen temor las distancias frías, las miradas frías, las noches frías de pura ausencia o de indiferencia. Siento temor cuando escasean los abrazos y me daría pavor perderlos para siempre.
Me dan miedo los semáforos largos plagados de motoristas con rostros ocultos. Sufro en los carriles reversibles y me da pánico el estacionamiento de Capillas Señoriales.
Resulta una lata cuando a mi abanico de miedos le da por fastidiar. Y si no me hago la valiente, si no voy por la vida con pinta de macha que se las puede todas, es porque simplemente no puedo, es porque a veces siento miedos.